martes, 28 de abril de 2015

Bombacci: De Lenin a Mussolini



El 29 de abril de 1945 eran pasados por las armas los principales jerarcas fascistas a manos de los partisanos comunistas. Curiosamente entre éstos fascistas encontramos a Nicola Bombacci, el que fuera una de las máximas figuras del comunismo italiano, ni más ni menos que el fundador del Partido Comunista italiano (PCI), amigo personal de Lenin con el que estuvo en la URSS durante los años de la Revolución (en mayúscula). Apodado el “Papa Rojo” y finalmente incondicional seguidor de Mussolini, al que se unió en los últimos meses de su régimen. Su vida, ¿es la historia de una conversión o de una traición? O fue, acaso, ¿una evolución natural de un nacional bolchevique?

Un joven revolucionario

Nicola Bombacci nace en el seno de una familia católica (su padre era agricultor, antaño soldado del Estado Pontificio) de la Romagna, en la provincia de Forli, un 24 de octubre de 1879, a escasos kilómetros de Predappio, donde también nacerá cuatro años después el que sería fundador del fascismo. Es una región donde la lucha obrera se había distinguido por su dureza y un campesinado habituado a la rebelión, tierra de pasiones extremas. Por imposición paterna ingresa en el seminario pero lo abandonará al morir su progenitor. En 1903 ingresa en el anticlerical Partido Socialista (PSI) y decide estudiar para maestro para poder servir a las clases menos favorecidas en su lucha (nuevamente las similitudes con el Duce son evidentes, llegando a estudiar en la misma Escuela superior) para pronto dedicarse en cuerpo y alma a la revolución socialista. Su capacidad de trabajo y dotes de organizador le valen serle encomendada la dirección de órganos de prensa socialista, donde irá aumentando su poder en el seno del movimiento obrero, llegará a ser Secretario del Comité Central del partido y diputado, y donde conocerá a un muchacho unos años más joven: Benito Mussolini, que no olvidemos fue la promesa del socialismo italiano antes de tornarse nacional-revolucionario.

Opuesto a la línea blanda de la socialdemocracia, Bombacci fundará junto a Gramsci el Partido Comunista de Italia tras la fractura interna del PSI y viajará a principios de los años 20 a la URSS para participar en la revolución bolchevique a donde había ido ya antes como representante del partido socialista siendo captado para la causa de los soviets. Allí traba amistad con el propio Lenin que le diría en una recepción en el Kremlin aquellas famosas palabras acerca de Mussolini: “En Italia,compañeros, en Italia sólo había un socialista capaz de guiar al pueblo hacia la revolución Benito Mussolini”, y poco después el Duce encabezaría una revolución, pero la fascista.

Como líder (Antonio Gramsci era el teórico, Bombacci el organizador) del recién creado PCI, se convertirá en el auténtico “enemigo público nº 1 de la burguesía italiana que le apoda “El Papa Rojo”. Revalidará brillantemente su acta de diputado, esta vez en las listas de la nueva formación, mientras que las escuadras fascistas comenzaban a tomar las calles enfrentándose a las milicias comunistas en sangrientos combates. Bombacci se empeñará en detener la marcha hacia el poder del fascismo pero fracasará, desde las páginas de sus periódicos lanza invectivas contra el fascismo arengando a la defensa de la revolución comunista. Es una época en que los escuadristas con camisa negra cantan canciones irreverentes como “No tengo miedo de Bombacci/ ...con la barba de Bombacci haremos spazzolini (cepillos)/ para abrillantar la calva de Benito Mussolini”. Etapa en la que el comunismo se ve inmerso en numerosas tensiones internas y el propio Bombacci entra en polémica con sus compañeros de partido; uno de los puntos de fricción es precisamente la decisión entre nacionalismo e internacionalismo. Ya había mostrado antes tendencias nacionalistas, que hacían presagiar su futura línea, cuando aún estaba en el partido socialista y como consecuencia de un documento protestando contra la acción de Fiume de D’Annunzio que quería presentar el partido, Bombacci se rebeló y escribió sobre éste que era “Perfecta y profundamente revolucionario; porque D’Annunzio es revolucionario. Lo ha dicho Lenin en el Congreso de Moscú”.

El primer fascismo

En 1922 los fascistas marchan sobre la capital del Tíber; nadie puede impedir que Mussolini asuma el poder, aunque éste no será absoluto durante los primeros años del régimen. Como diputado y miembro del Comité Central del partido así como encargado de las relaciones exteriores del mismo, Bombacci viaja al extranjero con frecuencia. Está en el IV Congreso de la Internacional Comunista representando a Italia, en el Comité de acción antifascista, se entrevista con dirigentes bolcheviques rusos. Lleva ya media vida dedicada a la causa del proletariado y no está dispuesto a cejar en su empeño de llevar a la práctica su sueño socialista. Se convierte en un ferviente defensor del acercamiento de Italia a la URSS en la cámara y en la prensa comunista, seguramente hablando en nombre y por instigación de los dirigentes moscovitas, pero utilizando un discurso nacional-revolucionario que molesta en el seno del partido, que por otro lado está en plena desbandada tras la victoria fascista. Las relaciones con el revolucionario estado soviético sería una ventaja para Italia como nación, que también ve un proceso revolucionario aunque sea fascista. Inmediatamente le acusan de herético y piden que rectifique. No pueden admitir que un comunista exija, como hace Bombacci, “superar la Nación (sin) destruirla, la queremos más grande, porque queremos un gobierno de trabajadores y agricultores”, socialista y sin negar la Patria “derecho incontestable y sacro de todo hombre y de todo grupo de hombres”. Es la llamada “Tercera Vía” donde el nacionalismo revolucionario del fascismo pudiera encontrarse con el socialismo revolucionario comunista.

Bombacci es progresivamente marginado en el seno del PCI y condenado al ostracismo político, aunque no dejaría de tener contactos con algunos dirigentes rusos y la embajada rusa para la que trabajaba, además un hijo vivía en la URSS. Creía sinceramente en la revolución bolchevique y que, a diferencia de los camaradas italianos, los rusos tenían un sentido nacional de la revolución por lo que jamás renegará de su amistad hacia la URSS ni siquiera cuando se adhiera definitivamente al fascismo.

Con la expulsión definitiva del partido en 1927 Bombacci entra en una etapa que podemos calificar como los años del silencio que llegan hasta 1936 cuando lanzará su editorial y revista homónima bautizada La Verità (La Verdad) y que culminará en 1943 en una progresiva conversión hacia el fascismo. Sin embargo es demasiado fácil considerar que Bombacci simplemente se pasó con armas y bagajes al fascismo como pretenden los que le acusan de ser un “traidor”. Asistiremos a un proceso lento de acercamiento, no al fascismo sino a Mussolini y a la ala izquierdista del movimiento fascista, donde Bombacci se siente arropado y en familia, cercano a sus planteamientos revolucionarios, su corporativismo y sus leyes sociales de este fascismo del que “todo postulado es un programa del socialismo” dirá en 1928 reconociendo su identificación.

Comprobamos así como Bombacci, no es un fascista pero defiende los logros del régimen y la figura de Mussolini. No se acercó al partido fascista –jamás se adhirió al Partido Nacional Fascista- aún su amistad reconocida con Mussolini, no aceptó cargos que le pudieran ofrecer ni renegó de sus orígenes comunistas. Su independencia valía más. Sin embargo se convenció que el Estado Corporativo propuesto por el fascismo era la realización más perfecta, el socialismo llevado a la práctica, un estadio superior al comunismo. Jamás camuflaría sus ideales, en 1936 escribía en la revista La Veritá, confesando su adhesión al fascismo pero también al comunismo:

El fascismo ha hecho una grandiosa revolución social, Mussolini y Lenin. Soviet y Estado fascista corporativo, Roma y Moscú. Mucho tuvimos que rectificar, nada de qué hacernos perdonar, pues hoy como ayer nos mueve el mismo ideal: el triunfo del trabajo.

Mientras esto sucedía Bombacci tiene un largo intercambio epistolar con el Duce intentando influir en el antaño socialista en su política social. El máxime historiador del fascismo, Renzo de Felice, ha escrito al respecto que Bombacci tiene el mérito de haber sugerido a Mussolini más de una de las medidas adoptadas en esos años 30. En una de estas misivas, fechada en julio de 1934, propone un programa de economía autárquica (que aplicará Mussolini) que, dice Bombacci al Duce, es muestra de su “voluntad de trabajar más en aquello que ahora concierne, en el interés y por el triunfo del Estado Corporativo...”, como hace también desde las páginas de su revista donde una y otra vez batalla por una autarquía que haga de Italia un país independiente y capaz de enfrentarse a las potencias plutocráticas (entiéndase EE.UU. pero también Francia e Inglaterra). Por ello apoya decididamente la intervención en Etiopía en 1935, pero no como campaña colonial sino como preludio del enfrentamiento entre los países “proletarios” (entre los que estaría la Italia fascista) y los “Capitalistas” que irremediablemente deberá llegar, esa “revolución mundial (que) restablecerá el equilibrio mundial”. La acción italiana sería una “típica e inconfundible conquista proletaria” destinada a derrotar a las potencias “capitalistas” y cuya experiencia “deberá ser asumida... como un dato fundamental para la redención de las gentes de color, aún bajo la opresión del capitalismo más terrible”.

Contra Stalin

Entre los años 1936 y 1943, difíciles para el fascismo pues se inician los conflictos armados preludio de la derrota, Bombacci acrecienta su adhesión ideológica a Mussolini. Ya es un hombre que tiene casi sesenta años, ha visto cómo muchos de sus sueños socialistas no se han realizado, pero es un eterno idealista y no está dispuesto a abandonar la lucha por el socialismo, por “esa obra de redención económica y de elevación espiritual del proletariado italiano que los socialistas de primera hora habíamos iniciado”. Su editorial es una ruina económica, sus biógrafos han dejado constancia de las dificultades y penurias que sufre. Le habría bastado un paso oportunista e integrarse en el fascismo oficial y habría dispuesto de todas las ayudas del aparato del Estado pero no quiere perder su independencia aunque en ocasiones deba aceptar subvenciones del Ministerio de Cultura Popular.

Coincide esta etapa con una profunda reflexión de sus errores del pasado y una serie de ataques al comunismo ruso se habría vendido a las potencias capitalistas traicionando los postulados de Lenin. Así, escribe Bombacci en noviembre de 1937, las relaciones entre la URSS y los países democráticos sólo tenía una expoliación que delataría todo lo demás, “la razón es una sola, frívola, vulgar, pero real: el interés, el dinero, el negocio” por lo que podía este antaño comunista declarar abiertamente que “nosotros proclamamos con la conciencia limpia que la Rusia bolchevique de Stalin ha devenido una colonia del capitalismo masónico-hebraico-internacional...” La alusión antisemita no es nueva en Bombacci, ni en los teóricos socialistas de principios de siglo, pues no debemos olvidar que el antisemitismo moderno tuvo sus más fervientes defensores precisamente entre los doctrinarios revolucionarios de finales del siglo XIX cuando el judío encarnaba la figura del odiado capitalista. En Bombacci no encontramos un antisemitismo racialista sino social, acorde con los planteamientos mediterráneos del problema judío a diferencia del anti-judaísmo alemán o galo.

Cuando llega la segunda guerra mundial, y especialmente al estallar en el frente del Este, Bombacci participa de lleno en las campañas anticomunistas del régimen. Como dirigente comunista que ha viajado a la URSS su voz se hace oír. Ahora bien, no reniega de sus ideales, sino que profundiza en su tesis que Stalin y sus acólitos han traicionado la revolución. Escribe numerosos artículos contra Stalin, sobre las condiciones reales de vida en el llamado paraíso comunista, las medidas adoptadas por éste para destruir todos los logros del socialismo leninista. En 1943, poco antes de la caída del fascismo, concluía Bombacci resumiendo su posición en un folleto de propaganda:

Cuáles de las dos revoluciones, la fascista o la bolchevique, hará época en el siglo XX y quedará en la historia como creadora de un orden nuevo de valores sociales y mundiales? ¿Cuáles de las dos revoluciones ha resuelto el problema agrario interpretando verdaderamente los deseos y aspiraciones de los campesinos y los intereses económicos y sociales de la colectividad nacional? ... ¡Roma ha vencido! ... Moscú materialista semi-bárbara, con un capitalismo totalitario de Estado-Patrono, quiere unirse a marchas forzadas (planes quinquenales), llevando a la miseria más negra a sus ciudadanos, a la industrialización existente en los países que durante el siglo XIX siguieron un proceso de régimen capitalista burgués. Moscú completa la fase capitalista. ... Roma es bien otra cosa. ... Moscú, con la reforma de Stalin, se retrata institucionalmente al nivel de cualquier Estado burgués parlamentario. Económicamente hay una diferencia sustancial, porque, mientras en los Estados burgueses el gobierno está formado por delegados de la clase capitalista, el gobierno está en manos de la burocracia bolchevique, una nueva clase que en realidad es peor que esa clase capitalista porque sin control alguno dispone del trabajo, de la producción y de la vida de los ciudadanos...

La República Social Italiana

Cuando Mussolini es depuesto en julio de 1943 y rescatado por los alemanes unos meses después, el Partido Nacional Fascista se ha derrumbado. La estructura orgánica ha desaparecido, los mandos del partido, provenientes de las capas privilegiadas de la sociedad se han pasado en masa al gobierno de Badoglio e Italia se encuentra dividida en dos (al sur de Roma los aliados avanzan hacia el norte). Mussolini reagrupa a sus más fieles, todos ellos viejos camaradas de primera hora o jóvenes entusiastas, casi ninguno dirigente de alto rango, que aún creen en la revolución fascista y proclama la República Social Italiana. Inmediatamente el fascismo parece volver a sus orígenes revolucionarios y Nicola Bombacci se adhiere a la proclamada república y presta a Mussolini todo su apoyo. Su sueño es poder llevar a cabo la construcción de esa “República de los trabajadores” por la que tanto él como Mussolini combatiesen a principios de siglo juntos. Como Bombacci se le unen otros conocidos intelectuales de izquierda al nuevo gobierno como Carlo Silvestri (diputado socialista, después de la guerra defensor de la memoria del Duce), Edmondo Cione (filósofo socialista que será autorizado a crear un partido socialista aparte del Partido Fascista Republicano), etc.

El primer contacto con Mussolini lo tiene el 11 de octubre, hace apenas un mes de la proclamación de la RSI, y es epistolar. Bombacci le escribe a Mussolini desde Roma, una ciudad donde el fascismo se ha derrumbado estrepitosamente, los romanos han destruido todos los símbolos del anterior régimen en las calles, pero donde quedan muchos fascistas de corazón, y es ahora el momento que elige para declarar a Mussolini que está con él. No cuando todo eran parabienes y alegrías sino en los momentos difíciles como tan sólo hacen los verdaderos camaradas:

Estoy hoy más que ayer totalmente con usted” –le confiesa Bombacci- “la vil traición del rey-Badoglio ha traído por todos lados la ruina y el deshonor de Italia pero le ha liberado de todos los compromisos pluto-monárquicos del 22. Hoy el camino está libre y a mi juicio se puede sólo recorrer al resguardo socialista. Ante todo: la victoria de las armas. Pero para asegurar la victoria debe tener la adhesión de la masa obrera. ¿Cómo? Con hechos decisivos y radicales en el sector económico-productivo y sindical... Siempre a sus órdenes con el gran afecto de treinta años ya.

Mussolini, acosado por la situación militar pero más resuelto que nunca en llevar a cabo su revolución ahora que se ha desprendido de los lastres del pasado, autoriza que los sectores más radicales del partido asuman el poder y se inicia una etapa denominada de “Socialización” (nombre propuesto por Bombacci y aceptado por el Duce) que se traducirá en la promulgación de leyes claramente de inspiración socialista, en cuanto a la creación de sindicatos, cogestión de las empresas, distribución de beneficios, nacionalización de los sectores industriales de importancia. Todo ello resumido en los 18 puntos del primer (y único) congreso del Partido Fascista Republicano en Verona, un documento redactado por Mussolini y Bombacci conjuntamente, que debía convertirse en las bases del Estado Social Republicano. En política exterior intentará convencer a Mussolini que había que firmar la paz con la URSS y proseguir la guerra contra la plutocracia anglosajona, resucitar el eje Roma-Berlín-Moscú de los pensadores geopolíticos del nacional-bolchevismo de los años veinte, una propuesta que parece haber tenido éxito en Mussolini que escribirá varios artículos para la prensa republicana al respecto aún sabiendo que esta propuesta tenía una tenaz oposición por parte de un amplio sector del partido, en particular de Roberto Farinacci. Bombacci viaja al norte y se reinstala cerca de su amigo Walter Mocchi, otro veterano dirigente comunista convertido al fascismo mussoliniano que trabaja para el Ministerio de Cultura Popular.

Si para muchos el último Mussolini era un hombre acabado, títere de los alemanes, no deja de sorprender la adhesión que recibiera de hombres como Bombacci, un verdadero idealista, de altura imponente, con la barba crecida y una oratoria atrayente, alérgico a todo lo que pudiera significar encasillarse o aburguesarse, que tampoco ahora aceptará ni sueldo ni prebendas (sólo a principios de 1945 aparecerá su nombre en una lista de propuestas de nóminas del ministerio de Economía o como Jefe de la Confederación Única del Trabajo y de la Técnica). Bombacci se convertirá en asesor personal y confidente de Mussolini, para atraer de nuevo a las bases del partido de los trabajadores. Propone la creación de comités sindicales, abiertos a no militantes fascistas, elecciones sindicales libres, viajará a lo largo de las fábricas del industrializado norte (Milán-Turín) explicando la revolución social del nuevo régimen y el porqué de su adhesión. Parece que nuevamente el viejo combatiente revolucionario rejuvenece, tras un mitin en Verona y varias visitas a empresas socializadas escribe al Duce el 22 de diciembre de 1944: “He hablado una hora y 30 minutos en un teatro entregado y entusiasta... la platea, compuesta en la mayor parte por obreros ha vibrado gritando: Sí, queremos combatir por Italia, por la república, por la socialización... por la mañana he visitado la Mondadori, ya socializada, he hablado con los obreros que forman parte del Consejo de Gestión que he encontrado lleno de entusiasmo y comprensión de esta nuestra misión”. Mientras la situación militar se deterioraba por momentos y los grupos terroristas comunistas (los trágicamente famosos GAP) ya habían decidido eliminarle por el peligro que conllevaba su actividad para sus objetivos.

Pero la guerra está llegando a su fin. Benito Mussolini, aconsejado por el diputado ex-socialista Carlo Silvestri y Bombacci, propone entregar el poder a los socialistas, integrados en el Comité Nacional de Liberación, antes que a los dirigentes derechistas del sur. Sin embargo fracasan. En abril de 1945 las autoridades militares alemanas se rinden a los aliados, sin informar a los italianos, es el fin. Abandonados y solos.

Crepúsculo de un nacional-revolucionario

Durante los últimos meses de la RSI Bombacci continuó, incluso entonces, la campaña para recuperar a las masas populares y evitar que se decantasen por el bolchevismo. A finales de 1944 se publicaba un opúsculo titulado Esto es el Bolchevismo, reproducido en el periódico católico Crociata Italica en marzo de 1945, Bombacci insiste en las críticas hacia las desviaciones estalinistas del comunismo real que ha destruido el verdadero sindicalismo revolucionario en Europa con las injerencias rusas. Estas últimas semanas de vida de la experiencia republicana Bombacci está al lado de los que aún creen posible una solución de compromiso con el enemigo y así evitar la ruina del país. Leal hasta el final se quedará con Mussolini aún cuando todo ya definitivamente esté perdido, proféticamente habla de ello a sus obreros en una de sus últimas apariciones públicas, el 14 de marzo de 1945:

Hermanos de fe y de lucha... yo no he renegado a mis ideales por los cuales he luchado y por los que, si Dios me concede de vivir aún más, lucharé siempre. Pero ahora me encuentro en las filas de los colores que militan en la República Social Italiana, y he venido otra vez porque ahora que sí va en serio y es verdaderamente decisivo reivindicar los derechos de los obreros...

Nicola Bombacci, siempre fiel, siempre sereno, acompañará a Mussolini en su último y dramático viaje hasta la muerte. El 25 de abril está en Milán. El relato de Vittorio Mussolini, hijo del Duce, de su último encuentro con su padre, a quien le acompañaba Bombacci, nos muestra la entereza de éste:

Pensé en el destino de este hombre, un verdadero apóstol del proletariado, un tiempo enemigo acérrimo del fascismo y ahora al lado de mi padre, sin ningún cargo ni prebenda, fiel a dos jefes diversos hasta la muerte. Su calma me sirvió de consuelo.

Poco después, tras haberse Mussolini separado de la columna de sus últimos fieles para ahorrarles tener que compartir su destino, Bombacci es detenido por un grupo de partisanos comunistas junto a un grupo de jerarcas fascistas. La mañana del 28 de abril era colocado contra el paredón en Dongo, al norte del país, a su lado Barracu, un valeroso excombatiente, mutilado de guerra; Pavolini, el poeta-secretario del partido; Valerio Zerbino, un intelectual; Coppola, otro pensador. Todos gritan ante el pelotón que los asesina “¡Viva Italia!” mientras y no deja de ser una paradoja, fiel reflejo de la controvertida personalidad de Nicola Bombacci, que éste, mientras caía su cuerpo acribillado por las balas de los comunistas, gritase: “¡Viva el Socialismo!".

Por Erik Norling

Extraído de: "Fascismo Revolucionario".

domingo, 26 de abril de 2015

Cogestión Pública



1. ¿Qué es?
 
La autogestión obrera es un modo de organización empresarial en el que la dirección y la gestión de cada empresa recae sobre sus trabajadores. La cogestión es una fórmula en la que los trabajadores se hacen cargo parcialmente de  tal dirección y gestión, conservando el capital la otra parte de tales funciones. Lo que aquí se propone es una cogestión pública para la mediana y gran empresa, pues el control de cada empresa recaería en sus trabajadores, pero también en representantes del estado nacionalista elegidos para ese fin (no en el capital, pues es evidente que en un estado auténticamente nacionalista no tiene cabida la propiedad privada de la mediana y gran empresa).
 
2. ¿Por qué la cogestión pública?
 
Hay tres razones.

Por un lado, es una cuestión de principio. Sin socialismo no hay nacionalismo, o mejor, todo estado nacionalista debe incluir en su formación el principio socialista. En caso contrario, no habrá Volksgemeinschaft, sino lucha de cada cual en pos de intereses muy particulares. La mera titularidad pública de la mediana y gran empresa no garantiza principio socialista alguno, sino estatismo. Hay que introducir el principio socialista en los fundamentos productivos de la nación. La cogestión pública obrera sirve a ello.
 
Por otro, es una política que ayuda a conservar el poder nacionalista del gobierno y del propio estado. Hay varias razones económicas por las que la producción y/o distribución de determinados bienes y servicios no puede realizarse sino por empresas de tamaño mediano o grande. Además, dado el actual nivel de conciencia del pueblo, el desarrollo del estado nacionalista no ha de oponerse a la presencia de la iniciativa privada en aquellas actividades productivas que pueden ser realizadas a pequeña escala. Un ejemplo perfecto de ello es la pequeña propiedad campesina, sostenida a base del trabajo del propietario y de su familia. Otros serían el pequeño comercio, o pequeños talleres artesanos. Cuando la actividad económica, por razones de escala, requiere de empresas de mediano o gran tamaño, permitir que siga operando la iniciativa privada se contrapone al correcto desarrollo del estado nacionalista. Estas empresas privadas dejadas a su libre desenvolvimiento se convierten en entidades de gran poder, que se desborda y, conservando su naturaleza económica, devienen también poderes sociales y políticos. Ante esta situación el estado nacionalista se halla amenazado por  unos intereses privados que desvirtúan su esencia nacionalista.
 
¿Qué es una mediana empresa? En nuestro ámbito, convencionalmente se caracteriza a una empresa como mediana en función de tres variables: número de empleados, facturación anual y activos totales que reúnen. El criterio tradicionalmente más sólido resulta ser el número de empleados y aquí una mediana empresa es aquella que tiene entre 50 y 250 empleados. Pero este es un criterio imperfecto; la hegemonía liberal ha traído la lacra de la externalización, lo cual significa que una empresa puede tener nominalmente un número de trabajadores bastante inferior al de aquellos que trabajan efectivamente en ella y/o para ella en exclusiva. Un estado nacionalista debe considerar como mediana empresa aquella con más de 10 empleados. Hay a quién una empresa semejante puede no parecer muy grande, pero empresas de ese tamaño en el contexto de una pequeña localidad pueden fácilmente ser “entidades de gran poder, que se desborda y, conservando su naturaleza económica, devienen también poderes sociales y políticos”. El estado nacionalista debe nacionalizar cualquier empresa de más de 10 empleados. Ese es el límite que tal estado debe permitir a la iniciativa privada. Evidentemente, para evitar el fraude en esto, ningún individuo puede ser propietario de más de una empresa y ésta ha de tener un número no superior a los 10 empleados. Y tampoco puede ser un individuo propietario de una empresa a cuenta de otro.
 
Por tanto, la cogestión pública de la mediana y gran empresa es positiva per se, pero también por el efecto de conservación del poder político que tiene, a diferencia del estado actual de cosas, en el que el poder político no es un auténtico poder y es subsidiario de determinados intereses económicos (aparecen así en Europa los gobiernos de ocupación, que sustituyen a los antiguos gobiernos de base nacional).
   
El tercer motivo es que la cogestión pública puede ayudar a plantear y llevar a cabo de una forma ordenada y justa el necesario cambio de modelo económico. El capitalismo es un sistema económico muy despilfarrador de recursos, como materias primas escasas y energía. Muchas mercancías se producen sin existir una necesidad real de ellas, siendo esta necesidad artificialmente creada mediante la propaganda económica o publicidad. Un estado nacionalista debe orientar la producción de una manera racional y siempre en función de las necesidades reales de la nación, campo que incluye la industria armamentística, la investigación sobre energía y la conquista espacial.
 
3. Ejemplos históricos

Autogestión yugoslava(1)
 
En la empresa yugoslava se distinguen dos poderes, uno de gestión, que fija la política de la empresa, y que reside en los consejos obreros y, sobre todo, en las asambleas de personal, y otro de dirección, que ejecuta la política fijada por el primero, y que reside en el personal directivo.
 
La asamblea de personal adopta las principales decisiones de política general. El consejo obrero, integrado por los trabajadores elegidos por el personal del centro en votación secreta, supervisa y hace gestión ordinaria y elige al personal directivo.
 
A partir de 1974 se instituyeron las llamadas “organizaciones básicas de trabajo asociado”, compuestas por unidades de producción y gestión definidas y de menor tamaño que la empresa, como un taller o un departamento. Son los sujetos básicos de la autogestión.
 
Hay bastante polémica acerca del éxito o del fracaso de este sistema, si se compara con otros de inspiración comunista. Sí ha servido para combatir la organización tiránica típica tanto de la empresa privada capitalista como de la empresa estatal comunista, así como para mejorar la educación de los trabajadores. Los conflictos no han desaparecido, como era fácil prever y existe ambigüedad con respecto a la eficacia organizativa de este modelo, a pesar del evidente desarrollo económico experimentado.
 
Codeterminación en la República Federal de Alemania(2)
    



Las primeras industrias en acceder a la codeterminación, a través de dos leyes, una de 1951 y otra de 1956, fueron las minera y metalúrgica, algo conocido como el modelo de la “Montan-Mitbestimmung”. Es el modelo de codeterminación que llegó más lejos en Alemania Occidental y, por lo tanto, el que más nos interesa aquí (la Ley de Codeterminación de 1976, para empresas de más de 2.000 empleados excepto las mineras y metalúrgicas, tiene mucho menor alcance). Se materializa en la participación de los trabajadores en dos instituciones. Por un lado, en el consejo de administración, que es un órgano de control, y en el que representantes obreros (miembros del consejo de empresa así como sindicalistas) y representantes de los accionistas tienen el mismo número de miembros, rompiendo el empate un miembro en principio no vinculado a ninguna de las dos partes y considerado neutral. Por otro, en la dirección de la empresa, elegida por el consejo de administración, y en la que se crea la figura del director de trabajo, ocupado de la gestión del personal y de los asuntos sociales, y que necesita obligatoriamente de la confianza de los trabajadores.
 
Este modelo refuta la afirmación de que la cogestión no puede ser rentable.
 
República Social Italiana
 
En el Manifiesto de Verona, aprobado por el congreso del Partido Fascista Republicano en el congreso celebrado en dicha ciudad el 14 de noviembre de 1943, se acuerda poner en marcha la cogestión obrera de las empresas, además de otras medidas tendentes a transformar el estado en socialista. El punto 12 es el destinado a la cogestión y dice así:
 
«En toda empresa (industrial, privada, paraestatal y estatal) las representaciones de técnicos y operarios cooperarán íntimamente, por medio del conocimiento directo de su gestión, en la tarea de fijar salarios equitativos, así como en la justa distribución de las ganancias entre el fondo de reserva, beneficio al capital accionista y participación de los obreros en dichas ganancias.
    
En algunas empresas, esto podrá implantarse concediendo más amplias prerrogativas a las actuales Comisiones de fábrica. En otros casos, sustituyendo los Consejos de Administración por Consejos de empresa compuestos de técnicos y operarios y de un representante del Estado. Finalmente, también puede efectuarse mediante una cooperativa parasindical».
 
Los puntos 10 y 11, por su parte, sirven de base para la socialización de grandes empresas privadas.
 


Lo importante es que esto se llevó a la práctica. Según Norling: «Esta política nacional-revolucionaria podría haber quedado en mera especulación ideológica o de efectos propagandísticos pero el gobierno fascista republicano inmediatamente se pone en acción. El 13 de enero de 1944, unos meses después del congreso de Verona, se promulga la ley de bases previa a la ley de socialización. “Premisa fundamental para la creación de la nueva estructura de la economía italiana”, que se materializa en el decreto ley de la socialización aprobado por el Consejo de Ministros el 12 de febrero de ese mismo año. En esta ley se recogen principios como la cogestión de las empresas, nacionalización de aquellas que se requieran para el desarrollo de la economía nacional, reparto de beneficios, etc.»3. El decreto ley comienza con la cogestión, al que dedica los 29 primeros artículos. A partir del artículo 30 y hasta el 41 trata de la nacionalización de las empresas privadas. Este artículo 30 dice así: «La propiedad de empresas que comprendan sectores básicos para la independencia política y económica del país, así como aquellas que suministren materias primas, energía y servicios indispensables al normal desarrollo de la vida social, puede ser asumida por el Estado según las normas del presente decreto. Cuando la empresa sea considerada de actividades productivas diversas, el Estado puede asumir tan sólo una parte de la propiedad de dicha empresa. Por lo demás, el estado puede participar en el capital de las empresas privadas». Los artículos 42 hasta el 45, con el que concluye, hablan del reparto de beneficios.
 
A pesar de la oposición de la burguesía italiana y del ejército alemán, el 22 de enero de 1945 se logra socializar la importante empresa FIAT. A partir del 1 de febrero la socialización se extiende a otras empresas. La derrota fascista ante la alianza de las fuerzas de ocupación anglonorteamericanas y los marxistas italianos pone fin a la socialización fascista y las empresas vuelven a manos de la burguesía.
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(1) J. Castillo, “La experiencia de autogestión yugoslava”.

(2) Hans-Werner Franz, “La codeterminación en la República Federal de Alemania”.

(3) Erik Norling. "Fascismo revolucionario" .

Fuente: Círculo Identitario Nietzsche

viernes, 24 de abril de 2015

Consignas de la Revolución

 

    Las JONS actuarán a la vez en un sentido político, social y económico. Y su labor tiene que resumirse en una doctrina, una organización y una acción encaminadas a la conquista del Estado. Con una trayectoria de abajo a arriba, que se inicie recogiendo todos los clamores justos del pueblo, encauzándolos con eficacia y absorbiendo funciones orgánicas peculiares del Estado enemigo, hasta lograr su propia asfixia. Para todo ello están capacitados los nuevos equipos españoles que  van llegando día  a día con su juventud a cuestas. Son hoy, y lo serán aún más mañana, la justificación de nuestro Partido, la garantía de su realidad y, sobre todo, los sostenedores violentos de su derecho a detener revolucionariamente el vivir pacífico, melindroso y burgués de la España vieja.

    Nuestra revolución requiere tres circunstancias, necesita esgrimir tres consignas con audacia y profundidad. Estas:

    1) SENTIDO NACIONAL, SENTIDO DEL ESTADO.- Incorporamos a la política de  España un propósito firme de vincular a la existencia del Estado los valores de Unidad e Imperio de la Patria. No puede olvidar español alguno que aquí, en la península,  nació la  concepción moderna del Estado. Fuimos, con Isabel y Fernando, la primera Nación del mundo que ligó e identificó el  Estado con el ser mismo nacional, uniendo sus destinos de un modo indisoluble y permanente. Todo  estaba ya allí en el Estado, en el Estado nacional,  y los primeros, los intereses feudales de los nobles, potencias rebeldes que equivalen a las resistencias liberal-burguesas con que hoy tropieza nuestra política.

    Hay en nosotros una voluntad irreprimible, la  de ser españoles, y las garantías de unidad, de permanencia y defensa  misma de la Patria las encontramos precisamente en la  realidad categórica del Estado.  La Patria es unidad, «seguridad  de que no hay enemigos, disconformes, en sus recintos». Y  si el Estado no es intérprete de esa unidad ni  la garantiza  ni la logra, según ocurre en períodos transitorios y  vidriosos de  los pueblos, es entonces un Estado antinacional, impotente y frívolo.

    Disponemos, pues, de un asidero absoluto. Quien se sitúe fuera de la órbita nacional, de su servicio, indiferente a la unidad de sus fines, es un enemigo, un insurrecto y, si no se expatría, un traidor. He aquí el único pilar firme, la única realidad de veras profunda que está  hoy vigente en el mundo. Se había perdido la noción de unidad  coactiva que es una Patria, un Estado nacional, y al recuperarla descubrimos que es sólo en su esfera donde radican poderes suficientemente vigorosos y legítimos para destruir sin vacilación todo conato de disidencia.

    Rechazamos ese absurdo tópico de que el pueblo español es ingobernable y anárquico. Estamos, por el contrario, seguros de que abrazará con fervor la primera  bandera unánime, disciplinada  y profunda que se le ofrezca con lealtad y brío.

    2) SENTIDO DE LA  EFICACIA, DE LA ACCIÓN.- Antes que a ningún otro, las JONS responderán a un imperativo de acción, de milicia. Sabemos que nos esperan jornadas duras porque no nos engañamos acerca de la potencia y temibilidad de los enemigos que rugen ante nosotros. Sépanlo todos los «jonsistas» desde el primer  día: nuestro  Partido nace más con  miras a la acción que a la palabra. Los pasos primeros, las victorias que den  solidez y temple al Partido, tienen que ser de orden ejecutivo, actos de presencia.

    Naturalmente, las  JONS sienten la necesidad de que en el plazo más breve la mayoría de los españoles conozca su carácter, su  perfil ideológico y su existencia política. Bien. Pero un hecho ilustra  cien  veces más rápida y eficazmente que un programa escrito.  Y nosotros renunciaríamos a todo intento de captación doctrinal y teórica si no tuviéramos a la vez fe  absoluta en la capacidad del pueblo español para hinchar de  coraje sus empresas. Pues la lucha  contra el marxismo, para que alcance y logre eficacia, no puede plantearse ni tener realidad en el plano de los principios  teóricos, sino allí donde está ahora acampado, y es presumible que no bastarán ni servirán de mucho las razones.

    Estamos seguros de que no se asfixiará nunca en España una empresa nacional de riesgo por falta de españoles heroicos que la ejecuten. Pero hace muchos años que el Estado  oficial se encarga de desnucar  toda tendencia valerosa de los españoles, borrando de ellos las ilusiones nacionales y educándolos en una moral cobarde, de pacifismo y renuncia, aunque luego los haga soldados obligatorios y los envíe a Marruecos  influidos por la sospecha de que batirse y morir por la Patria es una tontería.

    Necesitamos camaradas impávidos, serenos ante las peripecias más crudas. Nacemos para una política  de sacrificio y riesgo. Pues aunque el enemigo marxista se nutre de residuos extrahispánicos, de  razas que hasta aquí vivieron parasitaria y ocultamente en nuestro país con características cobardes, el engaño y la falacia de sus propagandas le han conseguido quizá la adhesión de núcleos  populares densos. Y el  marxismo no tolerará sin violencia  que se difunda y propague entre las masas nuestra  verdad nacional y sindicalista,  seguros de  la rapidez de  su propia derrota.

    El éxito de las JONS radicara en que el Partido desarrolle  de un  modo permanente tenacidad, decisión y audacia.

    3) SENTIDO SOCIAL, SINDICALISTA.- Nuestro propio pudor de  hombres actuales nos impediría hacer el menor gesto político sin  haber  sentido e interpretado previamente la angustia social de  las masas españolas. Las JONS llevarán, sí, calor nacional  a los hogares, pero también eficacia  sindicalista, seguridad económica. Fuera del Estado, a extramuros del servicio nacional, no admitimos jerarquía de  clases  ni  privilegios.  La Nación española no puede ser más tiempo una sociedad a  la deriva, compuesta de una parte por egoísmos sin freno, y, de otra, por apetencias imposibles y  rencorosas.  Las masas  populares tienen derecho a reivindicaciones de linaje muy vario, pero nosotros destacamos y señalamos dos  de ellas de un modo primordial: Primera, garantía de que el capital industrial  y financiero no tendrá nunca en  sus manos los  propios destinos nacionales, lo que supone el establecimiento de un riguroso control en  sus operaciones, cosa tan sólo posible en un régimen  nacional de sindicatos. Segunda, derecho permanente al trabajo y  al pan, es decir, abolición radical del paro forzoso.

    Es una necesidad en  la España de hoy liberar de las embestidas marxistas las economías privadas de los españoles. Pero  sólo en nombre de un régimen justo que imponga sacrificios comunes y consiga para el pueblo trabajador la estabilidad y satisfacción de su  propia vida podría ello efectuarse. Nosotros nos sentimos con fuerza moral para indicar  a  unos y a otros las limitaciones decisivas. Se trata de  un problema  de dignidad  nacional y  de disciplina. Si el mundo es materia, y para el hombre no hay otra realidad y poderío que el que emana de la  posesión de  la riqueza, según proclama y  predica el marxismo, los actuales poseedores hacen bien en  resistirse a ser expoliados. Pero el marxismo es un error monstruoso, y nadie puede justificarse en  sus normas.

    Nosotros, el nacional-sindicalismo, salvará a las masas españolas, no lanzándolas rencorosamente contra la propiedad y la  riqueza de los otros, sino incorporándolas a un orden hispánico donde residan y radiquen una vida  noble, unos servicios eminentes y  la gran emoción nacional de  sentirse vinculados a una Patria, a una cultura superior, que los españoles hemos de alimentar y  nutrir con talento, esfuerzo y dignidad.

    Sabemos que hoy en España la necesidad más alta es recoger y exaltar todos los heroísmos angustiados de las masas, que van entregándose, una tras otra, a experiencias demoledoras e infecundas. Habrá, pues, que hincharse de coraje, de razón  y de voluntad, y luego, a flechazo limpio, dar a todos  una orden de marcha, imperativa  y férrea, a salvarse, quieran o no, tras de la PATRIA, EL PAN Y LA  JUSTICIA, según reza la consigna  central y fundamental de las JONS.

Por Ramiro Ledesma Ramos,

Extraído por SDUI de: «JONS», nº 2, Junio 1933

miércoles, 22 de abril de 2015

Líneas para una Lucha Revolucionaria



Sobre la estrategia y la táctica de la acción revolucionaria

El deber fundamental de la van­guardia revolucionaria (...) con­sistirá en la destrucción -en su actual contenido- de los instrumentos del capitalismo, y en erradicar los mitos, las costumbres, la mentalidad de slo­gans y de lugares comunes que el sistema ha impuesto.

No se trata de "reformar" el siste­ma, no de defender algunas de sus re­alidades frente a otras –las contradic­ciones en el seno del sistema siempre se resuelven por el interés superior del sistema mismo-, sino de acabar con el sistema en sí y en cuanto tal, de individualizar los puntos de auto­nomía, de resistencia, y de preparar la revuelta como un ataque a los mis­mos fundamentos del capitalismo. Se trata de edificar una fuerza re­al y libre de toda pasión doctrinaria, capaz de llevar primero al conoci­miento, y después a la responsabilización, y por fin a la lucha a todos los individuos que hasta ahora no han sido integrados en el sistema productivo-consumista: el subproletariado, las minorías revolucionarias del pro­letariado industrial y campesino, los estudiantes, o cualquier hombre libre que opere en un determinado sector (ejército, magistratura, mundo de la técnica y de la investigación...), hombres de pensamiento extraño a la "inteligentzia" y al intelectualismo del sistema.

La desintegración en el interior de los países capital-imperialistas y la revuelta de los pueblos del Tercer Mundo ha conducido a la asimilación por parte de la burguesía de los canales potencialmente revoluciona­rios; mientras el pueblo progresiva­mente se va aburguesando, el colo­nialismo político ha cambiado su ros­tro por un colonialismo exclusiva­mente económico-cultural. La van­guardia revolucionaria deberá tener presente de guardarse de las tesis "fatalistas" y de las eventuales promesas de los profetas pseudo-científicos: sólo una voluntad lúcida es la que puede formar la historia, y esa fuerza debe traducirse en acciones dirigidas contra el sistema; la vanguardia revolucionaria deberá ocupar sin premura el espacio político-social en donde esa voluntad pueda traducirse en fuerza y en acciones reales.

En la presente situación histórica, la única realidad revolucionaria es aquella que se opone al enemigo real: el capital-imperialismo, y la que deli­nea la marcha hacia un orden huma­no auténtico, y este orden, al día ac­tual, sólo puede estar representado por una Europa liberada a través de la lucha del pueblo. Una Europa que adquiera su uni­dad en la maduración y en la conver­gencia revolucionaria de los pueblos europeos: no un Tercer Bloque dis­puesto a ocupar su lugar imperialista, sino una fuerza-guía de todos los pueblos oprimidos por la Santa Alianza soviético-americana, una Eu­ropa capaz de liberar al hombre de la opresión del dinero y de las técnicas de la usura.

La lucha de las vanguardias revo­lucionarias de los países europeos debe –sin perder de vista la lucha de los pueblos del Tercer Mundo- ten­der a encontrar la salida justa para to­dos los pueblos de Europa. Y para conseguir esto no sirven los lanzamientos de programas, la estéril idolatría de los esquemas inte­lectuales que ahogan la realidad histórica actual. La única lucha cohe­rente consiste en acentuar las contra­dicciones y los puntos débiles del sis­tema para acelerar así la crisis per­manente.

La Vanguardia Revolucionaria nace de la realidad de un tipo huma­no que no ha sido "integrado" y que se organiza "desde la realidad". Es capital que la Vanguardia Revolucio­naria tenga siempre presente el peli­gro representado por la infinita capa­cidad de absorción y de instrumentalización de la sociedad burguesa para anular la combatividad revoluciona­ria de los hombres libres: si no quiere servir de juego al sistema, la Van­guardia Revolucionaria no debe intentar "imitar" a la "democracia" (tal y como hacen los reformistas pseudo-revolucionarios); ni siquiera "in­vocar" a la "democracia" (como ha­cen los "rebeldes"); y mucho menos "insistir" en la "democracia" (como hacen los intelectuales populistas y los sindicatos, siervos del capitalis­mo).

El problema fundamental consiste en extirpar las desvirilizantes costum­bres mentales impuestas por la filosofía y por la "cultura" burguesa, en refutar sus pretendidos logros, desmitificar sus mitos y en negar su fal­sa realidad. Necesitamos habituar a las masas en la lucha permanente y en la nega­ción sistemática de todo aquello que es "oficial" y "típico" de "esta" so­ciedad y de "esta" cultura: sólo así podremos romper los vínculos de fondo que unen a las masas con la sociedad de consumo; sólo así podre­mos impedir cualquier compromiso entre las fuerzas revolucionarias y el poder burgués: Por la Cultura contra la "cultura oficial", por la Ciencia contra la "ciencia oficial", por la Mo­ral contra la "moralidad oficial".

Al conducir a las masas a la lucha -incluso reivindicativa-, la acción re­volucionaria no debe mirar tanto hacia las mejoras materiales, cuanto al cambio radical de valores y de cos­tumbres, así como de las estructuras sociales, para eliminar la sustancia materialista y capitalista.

Todas las acciones políticas, so­ciales, culturales, sindicales, son vá­lidas en cuanto sirven para mantener y acentuar un estado de tensión ideal y social en un sentido revolucionario antiburgués, y la validación de la uti­lidad de dichas acciones prescindirá siempre de los resultados contingen­tes de las acciones mismas; para ello, la Vanguardia Revolucionaria no de­be tomar nunca como un fin en sí la conquista de objetivos parciales (un gran peligro, pues pudiera suponer un parcial agotamiento de los moti­vos de la lucha revolucionaria), sino que estos objetivos deben servir para acrecentar la tensión revolucionaria, que no debe cesar hasta la obtención de nuevos "mitos" y de nuevos auténticos valores provocados por la acción educativa sobre las masas de la Lucha del Pueblo.

Sobre la moralidad de la acción revolucionaria

En la praxis de Lotta di Popolo (Lucha del Pueblo), y en la clara vi­sión interior de los hombres que de­ben conducirla, será esencial el do­tarse de una ética nueva.

Las masas están hoy en día edu­cadas en el culto al "bien económi­co" y a la "propiedad" (privada o pú­blica, da igual) en una sociedad en la cual la medida de los hombres está basada únicamente en el bien econó­mico, y cuyo último fin ético es la tu­tela de este bien económico. La fun­ción primera y determinante de la Lucha Revolucionaria será la de ele­var a las masas a la capacidad de concebir valores, digninades y pode­res que no tengan conexión alguna con la "fuerza económica", en la vi­sión de un orden más alto, donde, aún reconociendo que el "poseer" es un complemento necesario de la personalidad humana, no se absolutice la importancia de este medio, de iure, como la única realidad sostenible.

La Lucha Revolucionaria, por tanto, contra todo juicio negativo ba­sado sobre la interpretación burguesa del derecho y de la moral, posee un altísimo contenido ético: su moral está basada en el hombre que puede realizarse a sí mismo, del hombre que pretende reconquistar el derecho de "hacerse" su propio destino: vol­viendo a elevar al hombre sobre las estructuras, al centro de la historia.

La Lucha Revolucionaria es siempre un acto moral en cuanto que pretende liberar al hombre de las fuerzas que le son extrañas, en cuanto que es un instrumento del hombre para reconquistar su propio destino, en cuanto que es un instrumento si­tuado frente a las presuntuosas abs­tracciones intelectuales lejanas a la plenitud humana.

¿Qué se pretende?

La Sociedad Integral, el nuevo mundo que intentamos construir, no es la Ciudad del Sol, la "Utopía" o el Paraíso Terrenal; la lucha y las con­tradicciones seguirán existiendo, pero devolviendo al hombre sus pasiones, su realidad y sus exigencias psíqui­cas. Será una sociedad, por lo tanto, liberada de las leyes de la usura y de las entidades metafísicas que le son extrañas al ser humano.

La diferencia sustancial entre "esta" sociedad y la sociedad revolucio­naria consistirá, de hecho, en que el poder político no estará condicionado por el poder económico; en que el ca­pital no será el motor y el fin del mo­vimiento social, sino sólo un instru­mento de la convivencia civil bajo la coordinación del poder político; que el poder político promoverá la partici­pación directa de cada individuo -según su propio grado de responsabi­lidad- en la vida común; y, ante todo, que el ser humano podrá reconquistar la integridad de sus capacidades crea­tivas individuales y su irrenunciable dimensión humana de responsabili­dad y de dignidad que solo pueden ser posibles en un orden que no ob­serve a los ciudadanos como "masas" o como "clases", sino como un con­junto de hombres individualizados y caracterizados, como personas.

Nuestra lucha no nace en nombre de una ideología -esquema antihistó­rico que ha sido privado de todo sig­nificado y de toda actualidad en el de­venir de la vida en común- sino en nombre de una Visión del Hombre, del Mundo y de la Historia vista inte­riormente y expresada vitalísticamente -a través de la praxis de la Lucha Revolucionaria- en un existencialismo activo.

Pretender delinear la Sociedad In­tegral, es decir, lugar en el cual el hombre sea creador, partícipe y res­ponsable, significa reducir la Lucha del Pueblo en esquemas paralizantes.

Nunca seremos teorizadores o rí­gidos doctrinarios -a los que la Histo­ria consume y devora-. Nuestra pre­tensión es liberar al hombre del alto precio pagado por el progreso tec­nológico en las exigencias de la usura internacional. No tenemos ni el pre­texto ni la intención de racionalizar la historia. Los revolucionarios quere­mos ser portadores de valores que se afirman con la conquista del poder: las ideas sólo caminan en la voluntad y en el coraje de los hombres.

Extracto de un panfleto clandestino del grupo nacional-revolucionario italiano Lotta di Po­polo fechado en mayo-junio de 1971.

Fuente: Pueblo Indómito 

lunes, 20 de abril de 2015

La Hispanidad



Discurso pronunciado el 12 de Octubre de 1947 por Juan Domingo Perón

"No somos ni vencedores, ni vencidos. Somos herederos de los vencedores y de los vencidos" (José Antonio del Busto, destacado historiador peruano).
No me consideraría con derecho a levantar mi voz en el solemne día que se festeja la gloria de España, si mis palabras tuvieran que ser tan sólo halago de circunstancias o simple ropaje que vistiera una conveniencia ocasional. Me veo impulsado a expresar mis sentimientos porque tengo la firme convicción de que las corrientes de egoísmo y las encrucijadas de odio que parecen disputarse la hegemonía del orbe, serán sobrepasadas por el triunfo del espíritu que ha sido capaz de dar vida cristiana y sabor de eternidad al nuevo Mundo.

No me atrevería a llevar mi voz a los pueblos que, junto con el nuestro, formamos la Comunidad Hispánica, para realizar tan sólo una conmemoración protocolar del Día de la Raza.
Únicamente puede justificarse el que rompa mi silencio, la exaltación de nuestro espíritu ante la contemplación reflexiva de la influencia que, para sacar al mundo del caos que se debate, puede ejercer el tesoro espiritual que encierra la titánica obra cervantina, suma y compendio apasionado y brillante del inmortal genio de España.

Espíritu contra utilitarismo.

Al impulso ciego de la fuerza, al impulso frío del dinero, la Argentina, coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía vivificante del espíritu.
En medio de un mundo en crisis y de una humanidad que vive acongojada por las consecuencias de la última tragedia e inquieta por la hecatombe que presiente; en medio de la confusión de las pasiones que restallan sobre las conciencias, la Argentina, la isla de paz, deliberada y voluntariamente, se hace presente en este día para rendir cumplido homenaje al hombre cuya figura y obra constituyen la expresión más acabada del genio y la grandeza de la raza.

Y a través de la figura y de la obra de Cervantes va el homenaje argentino a la Patria Madre, fecunda, civilizadora, eterna, y a todos los pueblos que han salido de su maternal regazo.
Por eso estamos aquí, en esta ceremonia que tiene la jerarquía de símbolo. Porque recordar a Cervantes es reverenciar a la madre España; es sentirse más unidos que nunca a los demás pueblos que descienden legítimamente de tan noble tronco; es afirmar la existencia de una comunidad cultural hispanoamericana de la que somos parte y de una continuidad histórica que tiene en la raza su expresión objetiva más digna, y en el Quijote la manifestación viva y perenne de sus ideales, de sus virtudes y de su cultura; es expresar el convencimiento de que el alto espíritu señoril y cristiano que inspira la Hispanidad iluminará al mundo cuando se disipen las nieblas de los odios y de los egoísmos.

Por eso rendimos aquí el doble homenaje a Cervantes y a la Raza.
Homenaje, en primer lugar, al grande hombre que legó a la humanidad una obra inmortal, la más perfecta que en su género haya sido escrita, código del honor y breviario del caballero, pozo de sabiduría y, por los siglos, de los siglos, espejo y paradigma de su raza.

Destino maravilloso el de Cervantes que, al escribir el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, descubre en el mundo nuevo de su novela, con el gran fondo de la naturaleza filosófica, el encuentro cortés y la unión entrañable de un idealismo que no acaba y de un realismo que se sustenta en la tierra. Y además caridad y amor a la justicia, que entraron en el corazón mismo de América; y son ya los siglos los que muestra, en el laberinto dramático que es esta hora del mundo, que siempre triunfa aquella concepción clara del riesgo por el bien y la ventura de todo afán justiciero. El saber “jugarse entero” de nuestros gauchos es la empresa que ostentan orgullosamente los “quijotes de nuestras pampas”.

En segundo lugar, sea nuestro homenaje a la raza a que pertenecemos.

La raza: superación de nuestro destino.

Para nosotros, la raza no es un concepto biológico. Para nosotros es algo puramente espiritual.
Constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino. Ella es lo que nos aparta de caer en el remedo de otras comunidades cuyas esencias son extrañas a la nuestra, pero a las que con cristiana caridad aspiramos a comprender y respetamos. Para nosotros, la raza constituye nuestro sello personal, indefinible e inconfundible.

Para nosotros los latinos, la raza es un estilo. Un estilo de vida que nos enseña a saber vivir practicando el bien y a saber morir con dignidad.
Nuestro homenaje a la madre España constituye también una adhesión a la cultura occidental.
Porque España aportó al occidente la más valiosa de las contribuciones: el descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la causa de la cultura occidental.

Su obra civilizadora cumplida en tierras de América no tiene parangón en la Historia. Es única en el mundo. Constituye su más calificado blasón y es la mejor ejecutoria de la raza, porque toda la obra civilizadora es un rosario de heroísmos, de sacrificios y de ejemplares renunciamientos.

Su empresa tuvo el sino de una auténtica misión. Ella no vino a las Indias ávida de ganancias y dispuesta a volver la espalda y marcharse una vez exprimido y saboreado el fruto. Llegaba para que fuera cumplida y hermosa realidad el mandato póstumo de la Reina Isabel de “atraer a los pueblos de Indias y convertirlos al servicio de Dios”. Traía para ello la buena nueva de la verdad revelada, expresada en el idioma más hermoso de la tierra. Venía para que esos pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho y vivieran pacíficamente. No aspiraban a destruir al indio sino a ganarlo para la fe y dignificarlo como ser humano...

Era un puñado de héroes, de soñadores desbordantes de fe. Venían a enfrentar a lo desconocido; ni el desierto, ni la selva con sus mil especies donde la muerte aguardaba el paso del conquistador en el escenario de una tierra inmensa, misteriosa, ignorada y hostil.

Nada los detuvo en su empresa; ni la sed, ni el hambre, ni las epidemias que asolaban sus huestes; ni el desierto con su monótono desamparo, ni la montaña que les cerraba el paso, ni la selva con sus mil especies de oscuras y desconocidas muertes. A todo se sobrepusieron. Y es ahí, precisamente, en los momentos más difíciles, en los que se los ve más grandes, más serenamente dueños de sí mismos, más conscientes de su destino, porque en ellos parecía haberse hecho alma y figura la verdad irrefutable de que “es el fuerte el que crea los acontecimientos y el débil el que sufre la suerte que le impone el destino”. Pero en los conquistadores pareciera que el destino era trazado por el impulso de su férrea voluntad.

América: empresa de héroes.

Como no podía ocurrir de otra manera, su empresa fue desprestigiada por sus enemigos, y su epopeya objeto de escarnio, pasto de la intriga y blanco de la calumnia, juzgándose con criterio de mercaderes lo que había sido una empresa de héroes. Todas las armas fueron probadas: se recurrió a la mentira, se tergiversó cuanto se había hecho, se tejió en torno suyo una leyenda plagada de infundios y se la propaló a los cuatro vientos.

Y todo, con un propósito avieso. Porque la difusión de la leyenda negra, que ha pulverizado la crítica histórica serie y desapasionado, interesaba doblemente a los aprovechados detractores. Por una parte, les servía para echar un baldón a la cultura heredada por la comunidad de los pueblos hermanos que constituimos Hispanoamérica.

Por la otra procuraba fomentar así, en nosotros, una inferioridad espiritual propicia a sus fines imperialistas, cuyas asalariados y encumbradísimos voceros repetían, por encargo, el ominoso estribillo cuya remunerada difusión corría por cuenta de los llamados órganos de información nacional. Este estribillo ha sido el de nuestra incapacidad para manejar nuestra economía e intereses, y la conveniencia de que nos dirigieran administradores de otra cultura y de otra raza. Doble agravio se nos infería; aparte de ser una mentira, era una indignidad y una ofensa a nuestro decoro de pueblos soberanos y libres.

España, nuevo Prometeo, fue así amarrada durante siglos a la roca de la Historia. Pero lo que no se pudo hacer fue silenciar su obra, ni disminuir la magnitud de su empresa que ha quedado como magnífico aporte a la cultura occidental.

Allí están, como prueba fehaciente, las cúpulas de las iglesias asomando en las ciudades fundada por ella; allí sus leyes de Indias, modelo de ecuanimidad, sabiduría y justicia; sus universidades; su preocupación por la cultura, porque “conviene –según se lee en la Nueva Recopilación. Que nuestros vasallos, súbditos y naturales, tengan en los reinos de Indias, universidades y estudios generales donde sean instruidos y graduados en todas ciencias y facultades, y por el mucho amor y voluntad que tenemos de honrar y favorecer a los de nuestras Indias y desterrar de ellas las tinieblas de la ignorancia y del error, se crean Universidades gozando los que fueren graduados en ellas de las libertades y franquezas de que gozan en estos reinos los que se gradúan en Salamanca”.

Su celo por difundir la verdad revelada porque –como también dice la Recopilación -
teniéndonos por más obligados que ningún otro príncipe del mundo a procurar el servicio de Dios y la gloria de su santo nombre y emplear todas las fuerzas y el poder que nos ha dado, en trabajar que sea conocido y adorado en todo el mundo por verdadero Dios como lo es, felizmente hemos conseguido traer al gremio de la Santa Iglesia Católica las innumerables gentes y naciones que habitan las Indias occidentales, isla y tierra firme del mar océano”.

España levantó, edificó universidades, difundió la cultura, formó hombres, e hizo mucho más; fundió y confundió su sangre con América y signó a sus hijas con un sello que las hace, si bien distintas a la madre en su forma y apariencias, iguales a ella en su esencia y naturaleza. Incorporó a la suya la expresión de un aporte fuerte y desbordante de vida que remozaba a la cultura occidental con el ímpetu de una energía nueva.

Y si bien hubo yerros, no olvidemos que esa empresa, cuyo cometido la antigüedad clásica hubiera discernido a los dioses, fue aquí cumplida por hombres, por un puñado de hombres que no eran dioses aunque los impulsara, es cierto, el soplo divino de una fe que los hacía creados a la imagen y semejanza de Dios.

España rediviva en el criollo Quijote.

Son hombres y mujeres de esa raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806, al extranjero invasor, y el hidalgo jefe que obtenida la victoria amenaza con “pena de la vida al que los insulte”.

Es gajo de ese tronco el pueblo que en mayo de 1810 asume la revolución recién nacida; esa sangre de esa sangre la que vence gloriosamente en Tucumán y Salta y cae con honor en Vilcapugio y Ayohuma; es la que bulle en el espíritu levantisco e indómito de los caudillos; es la que enciende a los hombres que en 1816 proclaman a la faz del mundo nuestra independencia política; es la que agitada corre por las venas de esa raza de titanes que cruzan las ásperas y desoladas montañas de los Andes, conducidas por un héroe en una marcha que tiene la majestad de un friso griego; es la que ordena a los hombres que forjaron la unidad nacional, y la que aliente a los que organizaron la República; es la que se derramó generosamente cuantas veces fue necesario para defender la soberanía y la dignidad del país; es la misma que moviera al pueblo a reaccionar sin jactancia pero con irreductible firmeza cuando cualquiera osó inmiscuirse en asuntos que no le incumbían y que correspondía solamente a la nación resolverlos; de esa raza es el pueblo que lanzó su anatema a quienes no fueron celosos custodios de su soberanía, y con razón, porque sabe, y la verdad lo asiste, que cuando un Estado no es dueño de sus actos, de sus decisiones, de su futuro y de su destino, la vida no vale la pena de ser allí vivida; de esa raza es ese pueblo, este pueblo nuestro, sangre de nuestra sangre y carne de nuestra carne, heroico y abnegado pueblo, virtuoso y digno, altivo sin alardes y lleno de intuitiva sabiduría, que pacífico y laborioso en su diaria jornada se juega sin alardes la vida con naturalidad de soldado, cuando una causa noble así lo requiere, y lo hace con generosidad de Quijote, ya desde el anónimo y oscuro foso de una trinchera o asumiendo en defensa de sus ideales el papel de primer protagonista en el escena rio turbulento de las calles de una ciudad.

Señores:

La historia, la religión y el idioma nos sitúan en el mapa de la cultura occidental y latina, a través de su vertiente hispánica, en la que el heroísmo y la nobleza, el ascetismo y la espiritualidad, alcanzan sus más sublimes proporciones. El Día de la Raza, instituido por el Presidente Yrigoyen, perpetúa en magníficos términos el sentido de esta filiación. “La España descubridora y conquistadora –dice el decreto-, volcó sobre el continente enigmático y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales y con la aleación de todos estos factores, obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos de afirmar y de mantener con jubiloso reconocimiento”.

Porvenir enraizado en el pasado.

Si la América olvidara la tradición que enriquece su alma, rompiera sus vínculos con la latinidad, se evadiera del cuadro humanista que le demarca el catolicismo y negara a España, quedaría instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas carecerían de validez. Ya lo dijo Menéndez y Pelayo: “Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora”. Y situado en las antípodas de su pensamiento, Renán afirmó que “el verdadero hombre de progreso es el que tiene los pies enraizados en el pasado”.

El sentido misional de la cultura hispánica, que catequistas y guerreros introdujeron en la geografía espiritual del Nuevo Mundo, es valor incorporada y absorbido por nuestra cultura, lo que ha suscitado una comunidad de ideas e ideales, valores y creencias, a la que debemos preservar de cuantos elementos exóticos pretenden mancillarla. Comprender esta imposición del destino, es el primordial deber de aquellos a quienes la voluntad pública o el prestigio de sus labores intelectuales, les habilita para influir en el proceso mental de las muchedumbres. Por mi parte, me he esforzado en resguardar las formas típicas de la cultura a que pertenecemos, trazándome un plan de acción del que pude decir –el 24 de noviembre de 1944- que “tiene, ante todo, a cambiar la concepción materialista de la vida por una exaltación de los valores espirituales”.

Precisamente esa oposición, esa contraposición entre materialismo y espiritualidad, constituye la ciencia del Quijote. O más propiamente representa la exaltación del idealismo, refrenado por la realidad del sentido común.

De ahí la universalidad de Cervantes, a quien, sin embargo, es precio identificar como genio auténticamente español, mal que no puede concebirse como no sea en España.
Esta solemne sesión, que la Academia Argentina de Letras ha querido poner bajo la advocación del genio máximo del idioma en el IV Centenario de su nacimiento, traduce –a mi modo de ver- la decidida voluntad argentina de reencontrar las rutas tradicionales en las que la concepción del mundo y de la persona humana, se origina en la honda espiritualidad grecolatina y en la ascética grandeza ibérica y cristiana.

Para participar en ese acto, he preferido traer, antes que una exposición académica sobre la inmortal figura de Cervantes, palpitación humana, su honda vivencia espiritual y su suprema gracia hispánica. En su vida y en su obra personifica la más alta expresión de las virtudes que nos incumbe resguardar.

Resurrección del Quijote.

Mientras unos soñaban y otros seguían amodorrados en su incredulidad, fue gestándose la tremenda subversión social que hoy vivimos y se preparó la crisis de las estructuras políticas tradicionales. La revolución social de Eurasia ha ido extendiéndose hacia Occidente, y los cimientos de los países latinos del Oeste europea crujen ante la proximidad de exóticos carros de guerra. Por los Andes asoman su cabeza pretendidos profetas, a sueldo de un mundo que abomina de nuestra civilización, y otra trágica paradoja parece cernirse sobre América al oírse voces que, con la excusa de defender los principios de la Democracia (aunque en el fondo quieren proteger los privilegios del capitalismo), permitan el entronizamiento de una nueva y sangrienta Tiranía.

Como miembros de la comunidad occidental, no podemos substraernos a un problema que de no resolverlo con acierto, puede derrumbar un patrimonio espiritual acumulado durante siglos. Hoy, más que nunca, debe resucitar Don Quijote y abrirse el sepulcro del Cid Campeador.


sábado, 18 de abril de 2015

La Crisis del Mundo Moderno



Nos es menester recordar todavía, aunque ya lo hayamos indicado, que las ciencias modernas no tienen un carácter de conocimiento desinteresado, y que, incluso para aquellos que creen en su valor especulativo, éste no es apenas más que una máscara bajo la cual se ocultan preocupaciones completamente prácticas, pero que permite guardar la ilusión de una falsa intelectualidad. Descartes mismo, al constituir su física, pensaba sobre todo en sacar de ella una mecánica, una medicina y una moral; y con la difusión del empirismo anglosajón, se hizo mucho más todavía; por lo demás, lo que constituye el prestigio de la ciencia a los ojos del gran público, son casi únicamente los resultados prácticos que permite realizar, porque, ahí también, se trata de cosas que pueden verse y tocarse. Decíamos que el «pragmatismo» representa la conclusión de toda la filosofía moderna y su último grado de abatimiento; pero hay también, y desde hace mucho más tiempo, al margen de la filosofía, un «pragmatismo» difuso y no sistematizado, que es al otro lo que el materialismo práctico es al materialismo teórico, y que se confunde con lo que el vulgo llama el «buen sentido». Por lo demás, este utilitarismo casi instintivo es inseparable de la tendencia materialista: el «buen sentido» consiste en no rebasar el horizonte terrestre, así como en no ocuparse de todo lo que no tiene interés práctico inmediato; es para el «buen sentido» sobre todo para quien el mundo sensible es el único «real», y para quien no hay conocimiento que no venga por los sentidos; para él también, este conocimiento restringido mismo no vale sino en la medida en la cual permite dar satisfacción a algunas necesidades materiales, y a veces a un cierto sentimentalismo, ya que, es menester decirlo claramente a riesgo de chocar con el «moralismo» contemporáneo, el sentimiento está en realidad muy cerca de la materia. En todo eso, no queda ningún sitio para la inteligencia, sino en tanto que consiente en servir a la realización de fines prácticos, en no ser más que un simple instrumento sometido a las exigencias de la parte inferior y corporal del individuo humano, o, según una singular expresión de Bergson, «un útil para hacer útiles»; lo que constituye el «pragmatismo» bajo todas sus formas, es la indiferencia total al respecto de la verdad.


          En estas condiciones, la industria ya no es solo una aplicación de la ciencia, aplicación de la que, en sí misma, ésta debería ser totalmente independiente; deviene como su razón de ser y su justificación, de suerte que, aquí también, las relaciones normales se encuentran invertidas. Aquello a lo que el mundo moderno ha aplicado todas sus fuerzas, incluso cuando ha pretendido hacer ciencia a su manera, no es en realidad nada más que el desarrollo de la industria y del «maquinismo»; y, al querer dominar así a la materia y plegarla a su uso, los hombres no han logrado más que hacerse sus esclavos, como lo decíamos al comienzo: no solo han limitado sus ambiciones intelectuales, si es todavía permisible servirse de esta palabra en parecido caso, a inventar y a construir máquinas, sino que han acabado por devenir verdaderamente máquinas ellos mismos. En efecto, la «especialización», tan alabada por algunos sociólogos bajo el nombre de «división del trabajo», no se ha impuesto solo a los sabios, sino también a los técnicos e incluso a los obreros, y, para estos últimos, todo trabajo inteligente se ha hecho por eso mismo imposible; muy diferentes de los artesanos de antaño, ya no son más que los servidores de las máquinas, hacen por así decir cuerpo con ellas; deben repetir sin cesar, de una manera mecánica, algunos movimientos determinados, siempre los mismos, y siempre cumplidos de la misma manera, a fin de evitar la menor pérdida de tiempo; así lo quieren al menos los métodos americanos que se consideran como los representantes del más alto grado de «progreso». En efecto, se trata únicamente de producir lo más posible; la cualidad preocupa poco, es la cantidad lo único que importa; volvemos de nuevo una vez más a la misma constatación que ya hemos hecho en otros dominios: la civilización moderna es verdaderamente lo que se puede llamar una civilización cuantitativa, lo que solo es otra manera de decir que es una civilización material.


          Si uno quiere convencerse todavía más de esta verdad, no tiene más que ver el papel inmenso que desempeñan hoy día, tanto en la existencia de los pueblos como en la de los individuos, los elementos de orden económico: industria, comercio, finanzas, parece que no cuenta nada más que eso, lo que concuerda con el hecho ya señalado de que la única distinción social que haya subsistido es la que se funda sobre la riqueza material. Parece que el poder financiero domina toda política, que la concurrencia comercial ejerce una influencia preponderante sobre las relaciones entre los pueblos; quizás no hay en eso más que una apariencia, y estas cosas son aquí menos causas verdaderas que simples medios de acción; pero la elección de tales medios indica bien el carácter de la época a la que convienen. Por lo demás, nuestros contemporáneos están persuadidos de que las circunstancias económicas son casi los únicos factores de los acontecimientos históricos, y se imaginan incluso que ello ha sido siempre así; en este sentido, se ha llegado hasta inventar una teoría que quiere explicarlo todo por eso exclusivamente, y que ha recibido la denominación significativa de «materialismo histórico». En eso se puede ver el efecto de una de esas sugestiones a las que hacíamos alusión más atrás, sugestiones que actúan tanto mejor cuanto que corresponden a las tendencias de la mentalidad general; y el efecto de esta sugestión es que los medios económicos acaban por determinar realmente casi todo lo que se produce en el dominio social. Sin duda, la masa siempre ha sido conducida de una manera o de otra, y se podría decir que su papel histórico consiste sobre todo en dejarse conducir, porque no representa más que un elemento pasivo, una «materia» en el sentido aristotélico; pero, para conducirla, hoy día basta con disponer de medios puramente materiales, esta vez en el sentido ordinario de la palabra, lo que muestra bien el grado de abatimiento de nuestra época; y, al mismo tiempo, se hace creer a esta masa que no está conducida, que actúa espontáneamente y que se gobierna a sí misma, y el hecho de que lo crea permite entrever hasta dónde puede llegar su ininteligencia.


          Ya que estamos hablando de los factores económicos, aprovecharemos para señalar una ilusión muy extendida sobre este tema, y que consiste en imaginarse que las relaciones establecidas sobre el terreno de los intercambios comerciales pueden servir para un acercamiento y para un entendimiento entre los pueblos, mientras que, en realidad, tienen exactamente el efecto contrario. La materia, ya lo hemos dicho muchas veces, es esencialmente multiplicidad y división, y por tanto fuente de luchas y de conflictos; así, ya sea que se trate de los pueblos o de los individuos, el dominio económico no es y no puede ser más que el dominio de las rivalidades de intereses. En particular, Occidente no tiene que contar con la industria, ni tampoco con la ciencia moderna de la que es inseparable, para encontrar un terreno de entendimiento con Oriente; si los orientales llegan a aceptar esta industria como una necesidad penosa y por lo demás transitoria, ya que, para ellos, no podría ser nada más, eso no será nunca sino como un arma que les permita resistir a la invasión occidental y salvaguardar su propia existencia. Importa que se sepa bien que ello no puede ser de otro modo: los orientales que se resignan a considerar una concurrencia económica frente a Occidente, a pesar de la repugnancia que sienten hacia este género de actividad, no puede hacerlo más que con una única intención, la de desembarazarse de una dominación extranjera que no se apoya más que sobre la fuerza bruta, sobre el poder material que la industria pone precisamente a su disposición; la violencia llama a la violencia, pero se deberá reconocer que no son ciertamente los orientales quienes habrán buscado la lucha sobre este terreno.


          Por lo demás, al margen de la cuestión de las relaciones de Oriente y de Occidente, es fácil constatar que una de las más notables consecuencias del desarrollo industrial es el perfeccionamiento incesante de los ingenios de guerra y el aumento de su poder destructivo en formidables proporciones. Eso sólo debería bastar para aniquilar los delirios «pacifistas» de algunos admiradores del «progreso» moderno; pero los soñadores y los «idealistas» son incorregibles, y su ingenuidad parece no tener límites. El «humanitarismo», que está tan enormemente de moda, ciertamente no merece ser tomado en serio; pero es extraño que se hable tanto del fin de las guerras en una época donde hacen más estragos de los que nunca han hecho, no solo a causa de la multiplicación de los medios de destrucción, sino también porque, en lugar de desarrollarse entre ejércitos poco numerosos y compuestos únicamente de soldados de oficio, arrojan los unos contra los otros a todos los individuos indistintamente, comprendidos ahí los menos calificados para desempeñar una semejante función. Ese es también un ejemplo llamativo de la confusión moderna, y es verdaderamente prodigioso, para quien quiere reflexionar en ello, que se haya llegado a considerar como completamente natural una «leva en masa» o una «movilización general», que la idea de una «nación armada» haya podido imponerse a todos los espíritus, salvo bien raras excepciones. También se puede ver en eso un efecto de la creencia en la fuerza del número únicamente: es conforme al carácter cuantitativo de la civilización moderna poner en movimiento masas enormes de combatientes; y, al mismo tiempo, el «igualitarismo» encuentra su campo en eso, así como en instituciones como las de la «instrucción obligatoria» y del «sufragio universal». Agregamos también que estas guerras generalizadas no se han hecho posibles más que por otro fenómeno específicamente moderno, que es la constitución de las «nacionalidades», consecuencia de la destrucción del régimen feudal, por una parte y, por otra, de la ruptura simultánea de la unidad superior de la «Cristiandad» de la edad media; y, sin entretenernos en consideraciones que nos llevarán demasiado lejos, señalamos también, como circunstancia agravante, el desconocimiento de una autoridad espiritual, única que puede ejercer normalmente un arbitraje eficaz, porque, por su naturaleza misma, está por encima de todos los conflictos de orden político. La negación de la autoridad espiritual, es también materialismo práctico; y aquellos mismos que pretenden reconocer una tal autoridad en principio le niegan de hecho toda influencia real y todo poder de intervenir en el dominio social, exactamente de la misma manera que establecen un tabique estanco entre la religión y las preocupaciones ordinarias de su existencia; ya sea que se trate de la vida pública o de la vida privada, es efectivamente el mismo estado de espíritu el que se afirma en los dos casos.


          Admitiendo que el desarrollo material tenga algunas ventajas, por lo demás desde un punto de vista muy relativo, cuando se consideran consecuencias como las que acabamos de señalar, uno puede preguntarse si esas ventajas no son rebasadas en mucho por los inconvenientes. Ya no hablamos siquiera de todo lo que ha sido sacrificado a este desarrollo exclusivo, y que valía incomparablemente más; no hablamos de los conocimientos superiores olvidados, de la intelectualidad destruida, de la espiritualidad desaparecida; tomamos simplemente la civilización moderna en sí misma, y decimos que, si se pusieran en paralelo las ventajas y los inconvenientes de lo que ella ha producido, el resultado correría mucho riesgo de ser muy negativo. Las invenciones que van multiplicándose actualmente con una rapidez siempre creciente son tanto más peligrosas cuanto que ponen en juego fuerzas cuya verdadera naturaleza es enteramente desconocida por aquellos mismos que las utilizan; y esta ignorancia es la mejor prueba de la nulidad de la ciencia moderna bajo la relación del valor explicativo, y por consiguiente en tanto que conocimiento, incluso limitado al dominio físico únicamente; al mismo tiempo, el hecho de que las aplicaciones prácticas no son impedidas de ninguna manera por eso, muestra que esta ciencia está efectivamente orientada únicamente en un sentido interesado, que es la industria, la cual es la única meta real de todas sus investigaciones. Como el peligro de las invenciones, incluso de aquellas que no están destinadas expresamente a desempeñar un papel funesto para la humanidad, y que por eso no causan menos catástrofes, sin hablar de las perturbaciones insospechadas que provocan en el ambiente terrestre, como este peligro, decimos, no hará sin duda más que aumentar aún en proporciones difíciles de determinar, es permisible pensar, sin demasiada inverosimilitud, así como ya lo indicábamos precedentemente, que es quizás por ahí por donde el mundo moderno llegará a destruirse a sí mismo, si es incapaz de detenerse en esta vía mientras aún haya tiempo de ello.


      Pero, en lo que concierne a las invenciones modernas, no basta hacer las reservas que se imponen en razón de su lado peligroso, y es menester ir más lejos: los pretendidos «beneficios» de lo que se ha convenido llamar el «progreso», y que, en efecto, se podría consentir designarlo así si se pusiera cuidado de especificar bien que no se trata más que de un progreso completamente material, esos «beneficios» tan alabados, ¿no son en gran parte ilusorios? Los hombres de nuestra época pretenden con eso aumentar su «bienestar»; por nuestra parte, pensamos que la meta que se proponen así, incluso si fuera alcanzada realmente, no vale que se consagren a ella tantos esfuerzos; pero, además, nos parece muy contestable que sea alcanzada. Primeramente, sería menester tener en cuenta el hecho de que todos los hombres no tienen los mismos gustos ni las mismas necesidades, que hay quienes a pesar de todo querrían escapar a la agitación moderna, a la locura de la velocidad, y que no pueden hacerlo; ¿se osará sostener que, para esos, sea un «beneficio» imponerles lo que es más contrario a su naturaleza? Se dirá que estos hombres son poco numerosos hoy día, y se creerá estar autorizado por eso a tenerlos como cantidad desdeñable; ahí, como en el dominio político, la mayoría se arroga el derecho de aplastar a las minorías, que, a sus ojos, no tienen evidentemente ninguna razón para existir, puesto que esa existencia misma va contra la manía «igualitaria» de la uniformidad. Pero, si se considera el conjunto de la humanidad en lugar de limitarse al mundo occidental, la cuestión cambia de aspecto: ¿no va a devenir así la mayoría de hace un momento una minoría? Así pues, ya no es el mismo argumento el que se hace valer en este caso, y, por una extraña contradicción, es en el nombre de su «superioridad» como esos «igualitarios» quieren imponer su civilización al resto del mundo, y como llegan a transportar la perturbación a gentes que no les pedían nada; y, como esa «superioridad» no existe más que desde el punto de vista material, es completamente natural que se imponga por los medios más brutales. Por lo demás, que nadie se equivoque al respecto: si el gran público admite de buena fe estos pretextos de «civilización», hay algunos para quienes eso no es más que una simple hipocresía «moralista», una máscara del espíritu de conquista y de los intereses económicos; ¡Pero qué época más singular es ésta donde tantos hombres se dejan persuadir de que se hace la felicidad de un pueblo sometiéndole a servidumbre, arrebatándole lo que tiene de más precioso, es decir, su propia civilización, obligándole a adoptar costumbres e instituciones que están hechas para otra raza, y forzando a los trabajos más penosos para hacerle adquirir cosas que le son de la más perfecta inutilidad! Pues así es: el Occidente moderno no puede tolerar que haya hombres que prefieran trabajar menos y que se contenten con poco para vivir; como sólo cuenta la cantidad, y como lo que no cae bajo los sentidos se tiene por inexistente, se admite que aquel que no se agita y que no produce materialmente no puede ser más que un «perezoso»; sin hablar siquiera a este respecto de las apreciaciones manifestadas corrientemente sobre los pueblos orientales, no hay más que ver cómo se juzgan las órdenes contemplativas, y eso hasta en algunos medios supuestamente religiosos. En un mundo tal, ya no hay ningún lugar para la inteligencia ni para todo lo que es puramente interior, ya que éstas son cosas que no se ven ni se tocan, que no se cuentan ni se pesan; ya no hay lugar más que para la acción exterior bajo todas sus formas, comprendidas las más desprovistas de toda significación. Así pues, no hay que sorprenderse de que la manía anglosajona del «deporte» gane terreno cada día: el ideal de ese mundo es el «animal humano» que ha desarrollado al máximo su fuerza muscular; sus héroes son los atletas, aunque sean brutos; son esos los que suscitan el entusiasmo popular, es por sus hazañas por lo que la muchedumbre se apasiona; un mundo donde se ven tales cosas ha caído verdaderamente muy bajo y parece muy cerca de su fin.


      No obstante, coloquémonos por un instante en el punto de vista de los que ponen su ideal en el «bienestar» material, y que, a este título, se regocijan con todas las mejoras aportadas a la existencia por el «progreso» moderno; ¿están bien seguros de no estar engañados? ¿es verdad que los hombres son más felices hoy día que antaño, porque disponen de medios de comunicación más rápidos o de otras cosas de este género, porque tienen una vida agitada y más complicada? Nos parece que es todo lo contrario: el desequilibrio no puede ser la condición de una verdadera felicidad; por lo demás, cuantas más necesidades tiene un hombre, más riesgo corre de que le falte algo, y por consiguiente de ser desdichado; la civilización moderna apunta a multiplicar las necesidades artificiales, y como ya lo decíamos más atrás, creará siempre más necesidades de las que podrá satisfacer, ya que, una vez que uno se ha comprometido en esa vía, es muy difícil detenerse, y ya no hay siquiera ninguna razón para detenerse en un punto determinado. Los hombres no podían sentir ningún sufrimiento de estar privados de cosas que no existían y en las cuales jamás habían pensado; ahora, al contrario, sufren forzosamente si esas cosas les faltan, puesto que se han habituado a considerarlas como necesarias, y porque, de hecho, han devenido para ellos verdaderamente necesarias. Se esfuerzan así, por todos los medios, en adquirir lo que puede procurarles todas las satisfacciones materiales, las únicas que son capaces de apreciar: no se trata más que de «ganar dinero», porque es eso lo que permite obtener cosas, y cuanto más se tiene, más se quiere tener todavía, porque se descubren sin cesar necesidades nuevas; y esta pasión deviene la única meta de toda su vida. De ahí la concurrencia feroz que algunos «evolucionistas» han elevado a la dignidad de ley científica bajo el nombre de «lucha por la vida», y cuya consecuencia lógica es que los más fuertes, en el sentido más estrechamente material de esta palabra, son los únicos que tienen derecho a la existencia. De ahí también la envidia e incluso el odio de que son objeto quienes poseen la riqueza por parte de aquellos que están desprovistos de ella; ¿cómo podrían, hombres a quienes se ha predicado teorías «igualitarias», no rebelarse al constatar alrededor de ellos la desigualdad bajo la forma que debe serles más sensible, porque es la del orden más grosero? Si la civilización moderna debía hundirse algún día bajo el empuje de los apetitos desordenados que ha hecho nacer en la masa, sería menester estar muy ciego para no ver en ello el justo castigo de su vicio fundamental, o, para hablar sin ninguna fraseología moral, el «contragolpe» de su propia acción en el dominio mismo donde ella se ha ejercido. En el Evangelio se dice: «El que hiere a espada perecerá por la espada»; el que desencadena las fuerzas brutales de la materia perecerá aplastado por esas mismas fuerzas, de las cuales ya no es dueño cuando las ha puesto imprudentemente en movimiento, y a las cuales no puede jactarse de retener indefinidamente en su marcha fatal; fuerzas de la naturaleza o masas humanas, o las unas y las otras todas juntas, poco importa, son siempre las leyes de la materia las que entran en juego y las que quiebran inexorablemente a aquel que ha creído poder dominarlas sin elevarse él mismo por encima de la materia. Y el Evangelio dice también: «Toda casa dividida contra sí misma sucumbirá»; esta palabra también se aplica exactamente al mundo moderno, con su civilización material, que, por su naturaleza misma, no puede más que suscitar por todas partes la lucha y la división. Es muy fácil sacar la conclusión, y no hay necesidad de hacer llamada a otras consideraciones para poder predecir a este mundo, sin temor a equivocarse, un fin trágico, a menos que un cambio radical, que llegue hasta un verdadero cambio de sentido, sobrevenga en breve plazo.

Por René Guenon

Extraído de: La Crisis del mundo moderno

jueves, 16 de abril de 2015

¿Qué es el Nacionalismo Revolucionario?




Debemos intentar definir de forma concreta lo que es el nacionalismo revolucionario. Evitando decir lo que no es (como tan a menudo se hace) sino insistiendo en lo que es de forma positiva.

El nacionalismo revolucionario representa una tentativa de control de la crisis actual de Occidente, en el plano de una reevaluación radical de los valores de dicha sociedad. Ese nacionalismo revolucionario propone como núcleo central de la acción humana la idea de Nación, concebida como una reunión orgánica de elementos que, sin ella, no representarían sino un conglomerado inconsistente cruzado de tensiones destructoras. La Nación Organizada no puede ser sino una Nación en la que las diferencias de clase hayan sido eliminadas de una forma real, y no por meros deseos piadosos, ya que tales diferencias suponen automáticamente tensiones nefastas para la armonía nacional. Esas tensiones deben ser eliminadas por el Estado, que es de "todo el pueblo". ¿Cómo podemos definir el pueblo de forma coherente? El pueblo no puede sino ser el conjunto de aquellos que contribuyen al desarrollo nacional, lo que excluye a los aprovechados, los parásitos, los representantes de intereses extranjeros. ¿Cuáles son los grupos sociales que forman parte de la realidad de nuestro pueblo?

  -Los obreros, en tanto productores de base;
 
  -Los campesinos, pequeños propietarios, granjeros, aparceros u obreros agrícolas, puesto que forman un grupo directamente unido a la producción;
 
  -La pequeña burguesía, en la medida en que participan también en la producción y en que sus actividades de servicio y distribución están directamente ligadas a las necesidades del desarrollo armonioso de los intercambios en el seno de la población.

Los elementos nacionales de la burguesía, en tanto clase propietaria de parte de los medios de producción, es decir todos los participantes activos en la producción, al nivel de la dirección y gestión, en la medida que formen un sector realmente independiente de grupos e intereses extranjeros. Debemos insistir en el aspecto nacional exigido a este grupo, sabiendo que buena parte de sus miembros están en realidad ligados a fuerzas extranjeras a nuestro pueblo.

El nacionalismo revolucionario ve a Francia como una nación colonizada, que es urgente descolonizar. Los franceses se creen libres, pero no son sino en realidad juguetes de grupos de presión extranjeros, que los oprimen y explotan, gracias a la complicidad de una fracción de las clases dirigentes, a las que esos grupos de presión arrojan algunos pedazos de su festín. Frente a esta situación, podemos estimar las condiciones de lucha de los nacional-revolucionarios similares a las que fueron comunes a los grupos nacionalistas del Tercer Mundo (poco importa, a ese respecto, que Francia, en razón de su pasado colonial haya sido, al mismo tiempo, durante un cierto periodo, a la vez colonizadora y colonizada, en particular durante la IV República).

Es evidente que esta situación de país colonizado no es percibida por nuestros compatriotas; esto se debe sobre todo a la habilidad de nuestros explotadores, que no ha cesado de mantener el control de los Mass Media, y a partir de ahí, sin que lo advirtamos,de todo nuestra cultura nacional, cuya realidad puede ahora incluso  ser deliberadamente negada. A través de ese método, se hace difícil comprender de forma incontestable a los franceses que viven en un país cuyo pueblo no es realmente dueño de su destino.

El proceso de destrucción de nuestra identidad nacional, por hipócrita y camuflado que pueda ser, no está por ello menos fuertemente implantado y el primer deber de los nacional-revolucionarios es hacerle frente.

La conciencia del Estado nación dominada, que es el de nuestra Patria, representa la primera piedra de nuestro edificio doctrinal. En efecto, debemos estimar que nuestro deber más imperativo y evidente es hacer todo lo necesario para poner fin a este estado de cosas.

Puesto que los franceses no son los verdaderos dueños de su patria, la tradicional oposición hecha por los nacionalistas entre un "buen capitalismo" y un "mal capitalismo" internacional, no es más que un simple y puro engaño. El capitalismo en Francia no puede sino ser un instumento en manos de los verdaderos propietarios de la Nación. A partir de ahí, los nacional-revolucionarios no pueden aceptar una fórmula económica totalmente contradictoria a sus aspiraciones nacionales más evidentes.

El capitalismo es una fórmula económica que implica la esclavitud de nuestra Nación.

Debe tratarse pues para nosotros de una oposición radical y no sólo en las palabras (como es demasiado a menudo el caso). La Nación debe recuperar el control de su vida económica, y, especialmente en aquellos sectores en los que los intereses extranjeros son más poderosos. Bancos, tecnología punta, centros de investigación y distribución deben de ser recuperados por el pueblo francés. El seudo-sacrosanto principio de la propiedad privada no tiene aquí papel ninguno, puesto que los bienes adquiridos ilegalmente no demandan ni respeto, ni compensación. Los bienes recuperados por la Nación deberán ser gestionados según técnicas que aseguren a la vez la perennidad de su recuperación y una utilización nacional. La mejor fórmula sería probablemente un control flexible del Estado y la devolución al público, bajo forma de cesión o venta a bajo precio acciones que representasen el capital de los bienes devueltos a la comunidad nacional.

La recuperación del control de nuestra economía permitirá la recuperación de la independencia nacional, puesto que los elementos explotadores, privados de toda fuente de enriquecimiento no tendrán ninguna razón para permanecer en el territorio nacional. Debemos considerar que el programa de Liberación Político y Social de nuestro pueblo pasa por la adopción de una economía comunitaria en lo que respecta a los medios de producción. Los medios de producción están hoy, en buena parte, directa o indirectamente, en manos de intereses extranjeros. Ahora bien, la posesión de esos medios representa la posibilidad de explotar el trabajo de nuestro pueblo, generando nuevas riquezas, que refuerzan el control exterior.

La recuperación de las riquezas nacionales debe ir pareja con el fin de la infiltración cultural extranjera en el seno de nuestra civilización. Debemos volver a honrar nuestra tradición nacional, rechazar las apotaciones exteriores que suponen su negación o debilitamiento, mientras al mismo tiempo damos a nuestro pueblo una tarea a la medidad de su destino histórico. Esta tarea no puede ser sino la edificación de un sistema político-económico susceptible de servir de modelo a las naciones enfrentadas a este mismo problema, a saber, el de la liberación interna de una influencia exterior predominante.

Por François Duprat

Extraído por SDUI de: 1973: El año en que nació el Front National y otros artículos