viernes, 27 de mayo de 2016

Contrahegemonía y lucha cultural en España



La lucha por la conquista del poder cultural y la difusión de una serie de valores y postulados ideológicos en la gran masa popular es una tarea ardua pero necesaria para todo movimiento político cuyo objetivo sea la conquista y la transformación del poder establecido. Esta ley, teorizada y desarrollada por Gramsci durante su cautiverio, se ha convertido en un objeto de estudio necesario para todos aquellos que buscan influir en la opinión pública y poder lograr acceder al poder. Si bien, como señala Marcos Ghio en su artículo “El Gramscismo de derechas”(1) no vivimos en el mismo contexto de ilegalidad en el que Gramsci se encontraba cuando formuló sus teorías y que por lo tanto podemos centrarnos en una acción política eficaz es necesario reflexionar hondamente sobre cómo enfocar la lucha cultural para que a la larga de unos resultados propicios que sirvan como impulso y trampolín a la labor política tradicional desarrollada por nuestros movimientos. La guerra de posiciones que constituye la lucha por el poder cultural y la creación de contrahegemonía es esencial para poder ir formando una base sólida que permita construir sobre ella los éxitos políticos futuros. Contrahegemonía es, en rasgos generales, construcción de una conciencia cultural y social autónoma con respecto a la cultura impuesta por la clase burguesa, que es la poseedora del poder político y económico, lo que la pone en una situación privilegiada con respecto a las clases populares. Frente a este dominio cultural e ideológico impuesto por las clases dominantes (representado nuestros tiempos por el liberalismo filosófico y social) hay que desarrollar una alternativa que permita disputar esa posición absoluta y e impregnar a la opinión pública y la sociedad civil con nuestros valores y postulados ideológicos.  

Hay que admitir que en España se han dado pasos gigantescos en el campo de la lucha cultural en los últimos tiempos, gracias a la proliferación de asociaciones culturales, editoriales que editan y distribuyen libros y revistas propias, radios independientes y hasta importantes personalidades que, como los falangistas Gustavo Morales y Jorge Garrido, han conseguido tener repercusión en medios televisivos e informativos como Russia Today o en cadenas nacionales. Pese a este avance beneficioso y loable hay que realizar una crítica que algunos tacharán de sectaria y que otros verán excesiva, pero que permitirá reenfocar la lucha cultural en España hacia una mayor eficacia de cara a las conquistas políticas. El gran error que hemos cometido es no haber estructurado esta red de asociaciones, editoriales y publicaciones en torno a unos esquemas ideológicos sólidos que potencie la formación de cuadros de militantes formados como influir sobre los españoles de forma efectiva. El confusionismo ideológico y la dispersión doctrinal es una enfermedad que anula al llamado “área patriota”, pues hace imposible articular desde la base una actuación política y cultural con unos verdaderos objetivos de cara al mañana. Esto es fundamental, pues están patentes los escasos resultados conseguidos y es aún más patente la falta de autocrítica que existe entre los militantes debido en primer lugar a la falta de formación que les impide analizar certeramente los problemas internos existentes en nuestras organizaciones. Pese a la admiración de muchos militantes hacia la Nueva Derecha liderada por Alain de Benoist en España ha sido imposible crear un modelo doctrinal fuerte que pueda proyectarse sobre la opinión pública y las instituciones, algo que si han logrado nuestros compañeros franceses y que les ha reportado notable éxito tanto en el campo cultural como en el político, tal y como reflejan los resultados de Frente Nacional.

El espontaneísmo y el confusionismo dominan a todas las organizaciones y asociaciones culturales de nuestro sector político. Pocas son aquellas que se han organizado siguiendo un modelo doctrinal único (que no es lo mismo que cerrado) y han logrado a través de esta visión ideológica formar planes de actuación con un mínimo de efectividad. Nuestras asociaciones culturales carecen de bagaje ideológico, lo que las conduce a utilizar como tal ideas sacadas fuera de contexto de diversos autores que llegan a chocar entre sí y a los que solamente les une la vacua etiqueta de “patriotas”. Una asociación cultural cuya acción es crear jornadas de debates y conferencias debe saber orientar estas actividades hacia la difusión de un sistema doctrinal homogéneo y que dé solución a los problemas del presente, no ofrecer una amalgama de autores a los que no les une nada. Este confusionismo ideológico contribuye al debilitamiento de nuestros movimientos, pues los militantes e interesados terminarán formando un caos ideológico en sus cabezas que tarde o temprano se traducirá en pérdida de interés, falta de claridad de pensamiento y pesimismo político que nace al no encontrar una vía política alternativa eficaz. Es de sobra conocida la cantidad de militantes que tras una explosiva a la par de efímera actividad política terminan “quemados” y cansados de esta, siendo un factor clave que posibilita esto es la incapacidad de formar cuadros disciplinados en torno a una doctrina única y eficaz. Este mismo síntoma ocurre en las asociaciones culturales y en nuestras editoriales, pese a la encomiable labor que realizan y el sacrificio que ello supone pero que no los exenta de crítica. 

Algunos han intentado encontrar la solución al problema anteriormente expuesto creando nuevas etiquetas que unifiquen en torno a ellas a diversas corrientes ideológicas y formas de sentir. Son los llamados “identitarios”, “Socialpatriotas” e incluso “nacional revolucionarios” (que nada tienen que ver con las teorías de Jean Thiriart, François Duprat y otros pensadores europeos). Esta pretendida solución es un callejón sin salida que contribuye aún más a la confusión doctrinal y a la ineficacia en el terreno cultural. Por mucho que asociaciones empiecen a federarse entre ellas si participan de esta ambigüedad no podrán influir sobre la opinión pública de forma decisiva y eficaz, al no tener un sistema de valores y unos pilares ideológicos que difundir sobre las gentes. Escudarse en estas etiquetas es una salida fácil que no conlleva realizar esfuerzos organizativos ni teóricos de ningún tipo y que como ha sido señalado anteriormente contribuye al debilitamiento de nuestras filas. En definitiva esta actitud representa la sinrazón y el hermetismo más absoluto del llamado “área patriota”.

Para revertir esta situación de esterilidad política y cultural hay que reorganizar nuestras asociaciones y organizaciones en torno a unos puntos que si bien son difíles y sacrificados son necesarios para la creación de contrahegemonía cultural:

  -Formación de centros de estudio, grupos de pensamiento y Think Tanks que se articulen en torno a una doctrina política y filosófica o bien construyan ellos mismos una. En España contamos con la profundidad del nacionalsindicalismo, cosmovisión que posee soluciones dentro de todos los sectores, desde el económico hasta en el filosófico. Crear centros de estudios y publicaciones que fortalezcan la doctrina, la desarrollen conforme a la problemática del siglo XXI y la difundan entre el ámbito académico y por toda la sociedad es más necesario que nunca, pues sin doctrina no puede existir movimiento revolucionario.

  -Articular la red de asociaciones conforme a los anteriores Think Tank, sirviendo como enlace entre los grupos pensantes y la gente a la que queremos influenciar. Actividades constantes conforme a una línea ideológica fija que de cohesión y coherencia a nuestra labor cultural y facilite la transmisión de ideas y valores entre las gentes.

  -Fomentar entre los militantes dotados para ello la creación cultural y artística conforme a nuestros valores. La literatura, la música y el cine son campos magníficos que podemos utilizar para transmitir nuestras ideas de forma directa e indirecta. Recuperar a nuestros escritores u aprovechar las obras de otros artistas que defiendan valores cercanos a los nuestros, tal y como defiende el pensador italiano Adriano Romualdi(2).

  -Jerarquizar lo desarrollado en los tres puntos anteriores en torno a una organización política que encauce lo conseguido en la batalla cultural y que a su vez permita alimentar este frente con nuevos cuadros, activistas y pensadores. La guerra de posiciones es lenta, pero debe de dar unos resultados específicos que se traduzcan en conquistas políticas de menos a mayor escala, de lo contrario todos nuestros esfuerzos caerán en un saco roto. Esta misma organización se encargará de difundir las publicaciones, conferencias y jornadas que se realicen dentro del frente cultural, contribuyendo también a su expansión.
Si conseguimos reestructurar el frente cultural según lo anteriormente descrito y comenzar a trabajar según unas líneas y bases claras conseguiremos ir recuperando poder dentro del ámbito cultural español y salir de la marginalidad a la que estamos condenados debido a nuestra ineficacia. Hasta que no se cometa esta tarea de autocrítica y de verdadera organización todo esfuerzo caerá en saco roto y seguiremos en esta espiral de fracasos sin límites. Es necesario abandonar fobias, ambigüedades y etiquetas vacías y comenzar a construir una verdadera contrahegemonía que arranque del pueblo español el hedonismo, la zafiedad y la torpeza que lo ciega y adormece. En nuestras manos está acometer esta ardua e imprescindible empresa.

Por Fernando Roldán “Dardo”

Notas:

(1)Revista Elementos número 40:  Antonio Gramsci y el poder cultural. Disponible en el blog: Gramsciscmo de derechas

(2)Orientaciones para una nueva cultura de derecha. Adriano Romualdi.

martes, 24 de mayo de 2016

Arqueología del fascismo



Para comenzar, diré que el estudio del fascismo, tanto desde un punto de vista histórico como ideológico, pertenece al ámbito de la arqueología de las ideas. El fascismo fue derrotado en el campo de batalla de las armas, no –desde luego– en el de las ideas. Pero sus restos grupusculares, cualesquiera que sean los nombres que adopten con el término nacional convertido en prefijo, o con las numerosas y genéricas “posdenominaciones” revolucionarias, identitarias, populistas, europeístas, comunitaristas, etc., no tienen ni la legitimidad ni la capacidad –y mucho menos, la osadía (o la valentía, según se mire)– para autocalificarse de “fascistas”. Se podía ser “fascista” en las décadas de los 20 y los 30 del siglo pasado, o incluso, “neofascista” en las décadas de los 50 y los 60, pero ¿qué queda realmente del fascismo en la actualidad? El fascismo, como ideología –me refiero al fascismo auténtico–, ha muerto… (¿El fascismo ha muerto? ¡Viva la muerte!) y sólo puede ser reanimado como un zombie. O ser reinventado bajo otros nombres y otras sensibilidades. Y su estudio, por supuesto, debe quedar reservado a la “historia de las ideas políticas”. Todo aquel que no admita esta evidencia que no siga leyendo este opúsculo.
El término “fascismo”, más que una expresión limitada al ámbito de la historia política, parece tratarse de una palabra mucho más apta para la “diatriba política”, cargada de connotaciones negativas y de una fuerza expresiva claramente descalificadora que no acepta un análisis sereno y objetivo. Para una inmensa mayoría, el “fascismo” no es digno de estudio. Se trata de un arma dialéctica para descalificar, deslegitimar e incapacitar –política y moralmente– al adversario ideológico, sea éste fascista (lo cual es improbable) o cualquier otra cosa. No estamos, pues, ante un fenómeno histórico digno de estudio, sino de un accidente monstruoso y pecaminoso, espejo de la contrahumanidad y ejemplo de la sobrehumanidad más despreciable.
Sin embargo, nadie con un mínimo de información, sentido común o histórico, asumiría que el comunismo es un fenómeno sin ideología, un episodio incidental e irrelevante, cuya mención anula automáticamente la “condición humana” de quien así se califica o a quien así se descalifica. Sabemos perfectamente que esto no sucede. Entonces, ¿por qué no proceder de manera análoga cuando tratamos del fascismo? Porque reconocerle al fascismo una dimensión teórica supondría admitir la existencia de un fenómeno que movilizó a millones de hombres y mujeres de la época para combatir a las ideologías dominantes y presentarse, frente a ellas, como la auténtica alternativa. Esto mismo se concede al comunismo, a pesar de que sabemos que las consecuencias de su violencia brutal fueron mucho más nefastas que las del fascismo, si excluimos de éste al nacionalsocialismo, que según parece, bajo la forma del hitlerismo, fue un fenómeno al margen (en los mismos límites de una humanidad aprehensible), sólo comparable con el estalinismo. Y con razón, conceder todo esto al fascismo implica asumir la certeza de ser acusado sin ninguna posibilidad de defensa ni turno de réplica.
Alain de Benoist escribe que «el siglo XX ha sido sin duda el siglo de los fascismos y de los comunismos. El fascismo nació de la guerra y murió en la guerra. El comunismo nació de una explosión política y social y murió de una implosión política y social. No pudo haber fascismo sino en un estadio dado del proceso de modernización y de industrialización, estadio que pertenece hoy al pasado, al menos en los países de Europa occidental. El tiempo del fascismo y del comunismo está acabado. En Europa occidental todo “fascismo” no puede ser hoy sino una parodia. Y lo mismo ocurre con el “antifascismo” residual, que responde a este fantasma con palabras todavía más anacrónicas. Es porque el tiempo de los fascismos ha pasado, que hoy es posible hablar de él sin indignación moral ni complacencia nostálgica».
Desde luego, la cuestión del fascismo (y sus numerosos problemas de análisis) ha sido abordada, como fenómeno singularizado y autónomo, por una serie de pensadores, historiadores y filósofos, todos de gran talla intelectual, pero excesivamente condicionados por sus particulares orientaciones, tanto ideológicas como metodológicas: Ernst Nolte, Renzo de Felice, George L. Mosse, Emilio Gentile, James A. Gregor, Stanley Payne, Roger Griffin, Zeev Sternhell. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en el Dictionaire historique des fascismes et du nazisme. Ante la imposibilidad de contar con una definición “universalmente admitida de fascismo”, circunstancia que Serge Bernstein y Pierre Milza juzgan de “una evidencia ante la cual hay que rendirse”, se concluye que toda obra de referencia dedicada al fascismo debería evitar el establecimiento de “verdades dogmáticas” sobre una cuestión objeto de hondas polémicas intelectuales. Entonces, el problema es que, en lugar de esas “verdades dogmáticas”, muchos de estos intelectuales se resignan a la exposición de puntos de vista inevitablemente personales o, en el mejor de los casos, “opciones de análisis” que, comportando una inevitable dosis de subjetividad, coinciden básicamente con las opiniones mayoritarias del “sistema”.
Entonces, ¿cómo ofrecer una explicación al surgimiento del fascismo sin caer en trivialidades ni experimentos coyunturales? Erwin Robertson lo explica. Se debe comprender al fascismo, primero, como un fenómeno político y cultural. Es, de partida, un rechazo de la mentalidad liberal, democrática y marxista; rechazo de la visión mecanicista y utilitarista de la sociedad. Pero expresa también “la voluntad de ver la instauración de una civilización heroica sobre las ruinas de una civilización materialista. El fascismo quiere moldear un hombre nuevo, activista y dinámico”. No obstante presentar esta vertiente tradicionalista, este movimiento contiene, en su origen, un carácter moderno muy pronunciado, como lo demuestra su estética futurista, reclamo de la juventud frente a la burguesía. El elitismo, en el sentido de una aristocracia no definida por su categoría social o económica, sino por un estado del espíritu, es otro componente atractivo. El mito, como clave de interpretación del mundo; el corporativismo, como ideal social que otorga a la mayoría del pueblo el sentimiento de nuevas oportunidades de ascenso y de participación, constituyen también parte del secreto del fascismo, porque el fascismo reduce los problemas económicos y sociales a cuestiones, ante todo, de orden psicológico. Y, sobre todo, “servir a la colectividad formando un solo cuerpo orgánico”, identificando los propios intereses con los de la patria, comulgando, en un mismo culto, los valores heroicos y revolucionarios frente a los contravalores de la burguesía demoliberal. Es por todo esto que el estilo político y cultural desempeña un papel tan esencial en el fascismo.
Resulta curioso, entonces, que un pensador con orígenes conocidos (y reconocidos) en el ámbito de la derecha radical francesa, como Alain de Benoist, defina el “fascismo” de una forma demasiado simple, como si quisiera evitar la cuestión, pasando página inmediatamente: «Se han propuesto innumerables definiciones del fascismo. La más simple es todavía la mejor: el fascismo es una forma política revolucionaria, caracterizada por la fusión de tres elementos principales: un nacionalismo de tipo jacobino, un socialismo no democrático y el llamado autoritario a la movilización de las masas. En tanto que ideología, el fascismo nace de una reorientación del socialismo en un sentido hostil al materialismo y al internacionalismo».
Sin embargo, a setenta años de la “derrota del fascismo”, algo parece estar cambiando. En primer lugar, el fascismo, en la interpretación de Zeev Sternhell, no es ninguna anomalía histórica, ni una infección vírica, ni resultado de la crisis subsiguiente a la guerra de 1914-1918, ni siquiera fruto del patriotismo de los excombatientes, ni una reacción contra el marxismo, ni una palingenesia de regeneración antiilustrada, ni una perversa locura irracional, ni una invasión alienígena. El fascismo es un fenómeno político y cultural que goza de plena autonomía intelectual; es decir, que puede ser estudiado en sí mismo, no como producto de otra cosa o epifenómeno. El fascismo era un proyecto ideológico inconformista, vanguardista y revolucionario, una fuerza rupturista capaz de arremeter contra el orden establecido y de competir eficazmente con el marxismo y el liberalismo, tanto en el orden intelectual como en el popular.
Por cierto, que Sternhell ya advierte de la necesidad de distinguir el fascismo del nacionalsocialismo. Con todos los aspectos que pudieran tener en común, la clave está en el determinismo biológico de este último: un marxista o un liberal podían convertirse al nazismo, siempre que fueran calificados como “arios”, pero no así un judío, un eslavo o un mediterráneo. El fascismo, como tal, nació en Francia, extendiéndose principalmente a otros países europeos, como Italia, España, Bélgica, Austria, Rumania, Grecia, Yugoslavia, y también, por supuesto, a Alemania, en la que, sin embargo, no dará lugar al nacimiento del nacionalsocialismo, que ya llevaba mucho tiempo gestándose, pero de forma paralela y tangencial al fascismo: el nacionalsocialismo se apropió de la simbología del fascismo para imponer una visión biopolítica y geopolítica propiamente “germánica”, que nada tenía que ver con la dimensión nacional-europea y social-popular del fascismo. No negaremos que en su origen, el nazismo tenía ciertamente algo de fascismo, pero ese “algo” desapareció con el liderazgo hitleriano: a partir de la encarnación –y de la asunción– de la führung en Adolf Hitler, el nacionalsocialismo experimenta un intenso proceso de “desfascistización”, incorporando elementos, cada vez más determinantes, racistas, nordicistas, esoteristas, biologistas, pangermanistas, que provocaron la ruptura ideológica con el fascismo europeo, si es que alguna vez habían yacido juntos. Se trata de un tema de discusión eterna: si el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán son cosas totalmente diferentes –ésta es la tesis de De Felice–, o bien si el nacionalsocialismo es una especie dentro del fascismo genérico –tesis de Payne y Nolte–, o bien una posición intermedia que hace del nacionalsocialismo un “derivado alemán” del fascismo, pero que los separa con el corte del racismo y del antisemitismo –opinión de Sternhell.
Entonces, ¿en qué se diferenciaban el fascismo y el nacionalsocialismo? Dejando aparte toda la simbología mística y paramilitar (algo que, por otra parte, también era compartido por el comunismo soviético), la diferencia principal y esencial era la “cuestión racial”. El eje del fascismo –su mito fundacional– es la “nación” (en el sentido de comunidad del pueblo, sin distinción de clases ni de razas), mientras que el del nazismo es la “raza” (el determinismo biológico del patrón ario) y el del comunismo la “clase” (la alienada y explotada clase obrera). Hubo muchos judíos italianos, obreros o burgueses, que comulgaron con el fascismo, mientras sus correligionarios germanos o eslavos iban camino del campo de concentración. Y en fin, también podríamos decir, para cerrar el círculo del mal, que el eje fundamental del liberalismo es el “individuo” (pero no como “persona”, sino como mercancía intercambiable y traducible a dinero). En definitiva, que el fascismo no fue sino un fenómeno europeo que implicaba la síntesis entre el nacionalismo más extremo y el socialismo más popular (no-marxista, sino precisamente fruto de la revisión del marxismo). Sorel no es Heidegger, ni Maurras es Spengler, ni Valois es Rosenberg, ni Mussolini es Hitler. ¿Sirve todo esto para separar el fascismo del nacionalsocialismo y hacer de éste algo singular pero accidental, sin parangón en la historia de las ideas? Por supuesto.
Y para ir entrando en la cuestión, diremos que, desde luego, como en todos los países europeos, existió un “fascismo alemán”, con sus peculiaridades germánicas, desde luego, pero fácilmente reconocible. Su nombre, poco acertado pero aceptado de forma unánime: la Revolución Conservadora alemana. Y es que, tanto el movimiento de esa “revolución conservadora alemana”, como los no-conformistas, o los partidarios de las escuelas (o círculos) proudhoniana y soreliana (a Sorel se lo rifan tanto los marxistas como los fascistas, y también los neoderechistas, que niegan ambas filiaciones), fueron movimientos alternativos (y contrarios) a las dos ideologías dominantes entonces, el liberalismo y el comunismo. Por esa razón, y por otras que veremos a continuación, estos movimientos fueron “prefascistas” o decididamente “fascistas”. Todo lo contrario que el nacionalsocialismo, que no puede ser calificado de “fascista”, salvo por un neoliberalismo y un neomarxismo que han hecho del “antifascismo” una de sus señas de identidad, y que igual pueden calificar de “fascista” al nazismo, que al estalinismo, al franquismo, al peronismo o al bolivarianismo. Para la izquierda radical, incluso, el capitalismo y el conservadurismo son los “rostros amables” del fascismo, y éste no sería sino un fenómeno provocado por el “gran capital” para enfrentarse al marxismo. Se trata de la culminación de la reductio ad hitlerum de Leo Strauss o de la ley de analogía nazi de Mike Godwin: todo el que no está a favor de la ideología dominante (el liberal-capitalismo) o acomodado en ella (el postmarxismo) es (des)calificado como “fascista”.
Sigamos. El pluriverso de la Revolución Conservadora en Alemania fue, efectivamente, la “principal” fuerza ideológica de oposición a la República de Weimar, pero también fue la “única” oposición interna a la Alemania de Hitler. Quizás revolucionario-conservadores y nacionalsocialistas (vulgo “hitleristas”) tuvieran en común su antidemocratismo, su irracionalismo, su vitalismo, su espiritualismo, todas ellas, y más aún, manifestaciones de una reacción contra la modernidad. Pero la mayoría de los revolucionario-conservadores, fueran jóvenes-conservadores, anarco-conservadores, nacional-populistas (nunca he encontrado la traducción de völkisch), nacional-bolcheviques, etc., acabaron ejecutados, torturados, sobornados, silenciados o en el llamado “exilio interior”. Por eso Louis Dupeux se refiere a ellos como “prefascismo intelectual”. Todos no, exclamarán algunos, porque Heidegger y Schmitt colaboraron en la justificación filosófica y jurídica del III Reich, pero, lamentando contradecir a Armin Mohler, ni Heidegger ni Schmitt (un reconocido antinietzscheano y ultracatólico) son clasificables dentro de la Revolución Conservadora, por razones tan obvias (empezando por su “autoexclusión”) que no vamos a discutir. Y para retomar la “clave racial” tendremos que concluir que, si bien los revolucionario-conservadores eran mayoritariamente pangermanistas, muy poco europeístas y nada universalistas, las manifestaciones expresas relativas al racismo ario o alantijudaísmo fueron escasas e irrelevantes, y casi siempre –en su práctica inexistencia– motivadas por el “clima de la época”. No hay mayor prueba de estas afirmaciones que comprobar cómo los que, en la actualidad, se autocalifican de nacionalsocialistas, desprecian y rechazan a todos los “autores fascistas” de la Revolución Conservadora alemana.
Y es aquí donde encontramos la gran contradicción. Mientras que para los liberales y ciertos autores marxistas, por ejemplo, los revolucionario-conservadores no fueron sino unos “fascistas elitistas”, y los sorelianos, (marxistas revisionistas y sindicalistas revolucionarios) y los no-conformistas (extensible también a personalistas y distributistas) unos traidores “prefascistas”, los herederos de la derecha radical europea, que precisamente los tienen como precursores de su arsenal ideológico, niegan constantemente su carácter “fascista”, como si ello les dotase de cierto aire de legitimidad; en suma, entran en el juego del “antifascismo” buscando una “desdiabolización” que acredite su respetabilidad política e ideológica. Claro, un “antifascismo” sin “fascistas” parece complicado. Muerto el perro, se acabó la rabia.
Hay que reconocer, no obstante, que esta tesis es muy controvertida y tremendamente polémica. Pero para ello está concebida: como un debate dialógico y polemológico. Pongamos un ejemplo. La Nueva Derecha –inmersa en una estrategia divagante que proclama el fin de la dicotomía izquierda/derecha pero que se sitúa en un espacio ubicado tanto en la derecha como en la izquierda– reconoce entre sus fuentes ideológicas, casi como precursores, a los sorelianos franceses e italianos (luego sindicalistas-revolucionarios), a los no-conformistas franceses y a los revolucionarios-conservadores alemanes. ¿Estamos, tal vez, ante una huida del eslogan “ni de derecha ni de izquierda”, tan idiosincrático de los movimientos fascistas y que hoy han hecho suyo formaciones, tanto de la derecha como de la izquierda radicales, en la línea del lepenismo, del podemismo y sus imitaciones? Reconocer que los primeros constituyeron un “prefascismo” y que los últimos formaban parte de un singular “fascismo alemán”, convertiría ipso facto, a los neoderechistas europeos, en una especie de sucursal de un renovado “neofascismo”.
De hecho, esta Nueva Derecha busca incesantemente una síntesis entre contrarios que la convierten en un oxímoron inclasificable, incluso misterioso. Su líder intelectual, Alain de Benoist, partiendo de la convergencia de unos valores de derecha y unas ideas de izquierda, va dando, cada cierto tiempo, bruscos giros ideológicos que suponen, ciertamente, una profundización en las segundas en detrimento de los primeros. Sucedía lo mismo con las grandes y derrotadas ideologías del siglo pasado: los contornos entre los límites del fascismo y del bolchevismo son difusos, a veces incluso, demasiado difusos. Por eso, y aquí tengo que discrepar de Alain de Benoist, niegan el carácter prefascista, parafascista o decididamente fascista de estos movimientos ideológicos. Negando lo evidente, se pretende exculpar a la Nueva Derecha de cualquier continuidad o contigüidad con el fascismo, liberándola así de un lastre intelectual y proporcionando un certificado de buena conducta académica frente a sus detractores. Con ello, no estamos insinuando que la Nueva Derecha sea heredera directa del fascismo, sólo que, en sus orígenes, ciertos elementos y autores fascistas tuvieron gran importancia en la formación de su cosmovisión ideológica, circunstancia que, no obstante, comparten con otras varias influencias de corrientes socialistas, situacionistas, antiutilitaristas, populistas, comunitaristas, etc., y que no pueden elevarse, en ningún caso, a la categoría de esenciales o fundadoras de su pensamiento. Y esto lo dice –y lo reconoce– alguien que cree pertenecer a esa formidable e irrepetible escuela de pensamiento conocida como Nueva Derecha: no podemos renunciar constantemente a ciertos orígenes ideológicos, sólo con la finalidad de evitar el riesgo de una acusación ignominiosa y a cambio de un reconocimiento público que nunca hemos necesitado. No buscamos el éxito, sólo la verdad.

Por Jesús Sebastián Lorente

Extraído de: Pueblo Indómito

domingo, 15 de mayo de 2016

Lucha de clases




Introducción

La lucha de clases apunta hacia arriba, en exigencia de los privilegios que le son negados. Quien está arriba toma medidas para no caer abajo, el que está abajo intenta en todo momento alcanzar la altura y el privilegio del que está arriba. Ahí está la importancia de la solidaridad de clase – sin solidaridad no hay revolución, sino capitalismo. El deseo de estar arriba, la lucha por alcanzar los elevados privilegios de unos pocos se convierte en zanahoria que hace avanzar al burro con la carga cuando este es solo individual. La publicitación de casos como el de Richard Branson, dueño de Virgin, que teóricamente comenzó siendo únicamente un parado sin futuro, fomenta este afán cómplice de trepar. El capitalismo utiliza y explota el anhelo de todos nosotros por alcanzar los privilegios de las clases altas. De lo que se trata el socialismo es de trabajar solidariamente, colectivamente, para acabar con esta desigualdad explotadora y no caer en las redes, en la orgía de ambiciones mezquinas y rivalidades miserables a la que nos arrastra tantas veces esta malvada lógica del capitalismo.

Para una definición más cercana de la lucha de clases, por “proletariado” debe entenderse la totalidad de los trabajadores asalariados. Extensible, además, a la economía de servicios y a ocupaciones postindustriales – y basadas en la sociedad de comunicaciones – así como a la sociedad industrial en general, siempre sobre las premisas de la propiedad privada de los medios de producción y el trabajo asalariado y dependiente de esos medios de producción. En definitiva sobre la explotación capitalista desde arriba y la contradicción de clases en general.

La competitividad y el individualismo deben ser substituidos por la colaboración y la solidaridad.
I.

La diferencia de clases y la oposición que existe entre ellas sobre fundamentos tangibles, es un hecho que descansa inevitablemente en las particularidades de la naturaleza humana, ademas de en la forma de las sociedades humanas y su estructuración. En los tiempos de la “sociedad orgánica” (estamental-feudal) se escondían las contradicciones entre las clases tras las tensiones siempre irresolutas entre los distintos estamentos. Rico y pobre, señor y siervo, empleador y empleado, pero también noble y burgués no son de ningún modo únicamente las polaridades de un conjunto armonioso que se complementaban mutuamente, sino que mostraban una situación explosiva que debía ser domada por la estructura social, que debía ser combatida incesantemente por ésta.

Cuando el sentimiento de oposición de clases se eleva hasta convertirse en voluntad de luchar contra esa oposición, entonces se convierte esta oposición de clases en lucha de clases. La oposición de clases es algo que existe más allá de la voluntad humana. La lucha de clases es una consciente culminación de esta oposición, y que es alcanzada por voluntad humana. La oposición de clases se la encuentra uno, la lucha de clases debe ser organizada. La oposición de clases es un estado de cosas, la lucha de clases es una puesta en movimiento. Si la oposición de clases es el destino, la lucha de clases es la rebelión contra ese destino.

Las divisiones de clases son verticales. Éstas van de abajo hacia arriba. Abajo se soportan las cargas, la presión de la totalidad descansa sobre las espaldas de los que ahí se encuentran. Cuanto más se sube, más ligero se siente uno, con mayor libertad se puede mover uno y más puede estirar cabeza y hombros. La mirada de abajo hacia arriba es distinta a la mirada que se hace de arriba abajo. Abajo no hay nada que pueda ser envidiable para el que se halla arriba. El que está arriba no tiene ningún motivo para desear el destino de los que se encuentran por debajo suyo. Él disfruta su elevada condición, su excelsia, cada vez que baja su mirada hacia abajo. En cambio, lo alto que es mirado desde abajo, se muestra como el mejor, el más feliz de los destinos. Uno está excluido de él mientras permanece abajo, en definitiva se sufre y envidia cuando se contempla hacia arriba, a los privilegiados. Este hecho sencillo y básico constata que existen diferencias, las diferencias de clase.

Así es comprensible que la voluntad de lucha de clases sólo puede ser realmente entendida desde abajo. El que está arriba encuentra la situación del orden mundial bien atada para no perder su elevada posición. Quien está favorecido, piensa siempre estarlo con justicia. Él está, en el marco de la oposición de clases, en el lado de la luz. Allí no se desarrolla ningún impulso para tomar combatientemente los espacios que se hallan en el lado de la sobra. La burguesía está así siempre a favor del no-cambio, del Status Quo, de la Reacción – toda energía transformadora es automáticamente enemiga de ella, pues es potencial amenaza a su orden, al orden que le garantiza la continuidad de sus privilegios. La lucha de clases apunta siempre hacia arriba, en exigencia de los privilegios que le son negados. Quien está arriba toma todas las medidas para no caer abajo en cuanto la lucha de clases comienza. Todos los que están arriba tienen muy buenas razones para estigmatizar la lucha de clases como la peor infamia y el más terrible sacrilegio. Arriba se está muy bien. Para poder seguir sintiendose seguros en su comodidad, es necesario que los que esten abajo se acomoden a este estado de cosas con la misma satisfacción. Lucha de clases significa para ellos lo que un terremoto: que el suelo sobre el que tan cómodamente se han establecido se tambalee. “La lucha de clases debe ser desterrada como mal absoluto”: sobre esto están arriba todos de acuerdo. Cuando abajo se esté también de acuerdo, entonces se habrá acabado con la lucha de clases; el que está arriba, no necesitará tener nunca más el temor de ser derribado de sus privilegios. Pero abajo no están todos de acuerdo. Existe un creciente anhelo de atacar hacia arriba. Aquellos que no poseen nada más que las cadenas que los esclavizan, siempre volverán a tentar la suerte para ganarlo todo. Así pues, nunca será silenciado el ruido de la lucha de clases mientras éstas sigan existiendo.

II.

El marxismo afirma que la fuerza proulsora de la historia es la lucha de clases. Para él la historia no es otra cosa que la “historia de la lucha de clases”. Él mismo es la más completa empresa histórica de profundizar la conciencia de clase de las masas oprimidas a nivel global y de empaparla con el fanatismo de la voluntad de lucha de clase. Su interpretación histórica es uno de los medios para alimentar esta voluntad de lucha. Él explica la historia del mismo modo que quiere hacer historia.

Desde hace 70 años el trabajador alemán ha sido educado para la conciencia de clase. No existe en el Mundo ningún trabajador cuya voluntad de lucha de clases haya sido más azuzada. Sin embargo el trabajador alemán, hasta la fecha, todavía no ha llegado al día en el que se haya aventurado a la revolución del proletariado. 1918 fue un simple derrumbamiento: la política de coaliciones posterior a él no fue una lucha de clases sino un servicio lacayo al orden burgués. La causa del proletariado en su lucha de clases nunca ha conseguido hasta el momento actual la posibiliad de hacer historia en Alemania.

III.

Lucha de clases fue el leantamiento de la burguesia francesa contra el orden social feudal en el año 1789. Bajo los sucesores de Luis XIV (El Rey Sol), se fue hundiendo pedazo a pedazo la posición mundial de Francia. Perdió sus posiciones en América, se vió superada por Prusia y Austria, el endeudamiento del Estado paralizó su capacidad de movimiento en política exterior, etc. La capa feudal dominante despilfarró una brillante herencia histórica, estaba en camino de llevar a Francia a la completa ruina. Se convirtió en una fatal administradora de las necesidades vitales de su pueblo. ¿Existía un mejor protector de estas necesidades vitales? La burguesía reivindicó el poder serlo. Los aristócratas exilados, que azuzaron a las potencias extranjeras desde Coblenza contra Francia traidoramente, confirmaron la validez de esta reivindicación.

La burguesía ahuyentó a la nobleza por puro instinto de clase. Pero ésta se había ganado ya el ser expulsada por motivos de política nacional. La transformación fue mucho más que un acontecimiento social. En la Revolución Francesa se unió la lucha de clases con una ardiente preocupación nacional. El pueblo francés salvó su patria de la europa reaccionaria cuando decapitó a su rey y a su nobleza. El derribo del orden anterior le trajo grandes beneficios sociales, pero este derribo tuvo sobretodo una función nacional. La lucha de clases burguesa fue la forma por la que, ante la fuerza de los acontecimientos, podía ser defendida la lucha por la autodeterminación de Francia de la incompetencia de sus clases dirigentes anteriores y de las potencias extranjeras. La lucha de clases fue un medio de la lucha nacional. Fue la lucha nacional y no la lucha de clases lo que finalmente le dio a los acontecimientos su verdadero sentido. La oposición de clases fue azuzada hasta el nivel de lucha de clases para que se convirtiera en el impulso político necesario para la salvación nacional y en definitiva, de todos los franceses en su conjunto. La burguesía francesa se convirtió en la clase soberana porque su lucha de clases se subordinó a las necesidades políticas y nacionales de Francia en su conjunto. La lucha de clases de la Revolución Francesa no se agotó en su propio contenido porque la burguesía francesa construyó un nuevo poder nacional y político, y tomó la responsabilidad del país: ella quedó vencedora en la lucha de clases porque llevó con éxito la causa nacional hasta el final.

Del mismo modo que el pueblo de Francia se protegió del hundimiento de su país a causa de una clase dirigente podrida, también salvó el trabajador de Rusia a su patria de la fatalidad de la disolución y la colonización por parte de poderes extranjeros en 1917. La clase alta feudal y aristocrática de la rusia zarista se vendió a los enemigos del pais. Le pusieron un precio a la independencia nacional: la garantía de sus inaceptables privilegios y comodidades. De este modo se convirtió la mera existencia de esa clase alta en un peligro para Rusia; si Rusia quería conservar su libertad e independencia debía aniquilar esa corrompida clase alta. Se habían convertido en aliados y agentes de las potencias occidentales, la simple defensa de sus privilegios de clase era traición a la patria. Por consiguiente, les correspondía el destino de todos los traidores. Así, la Eterna Rusia pasó a manos de los partisanos, de los regimientos de trabajadores. Lenin fue reclamado como fiducidario de los intereses nacionales y del pueblo ruso de la noche al dia. La lucha de clases no hubiera tenido esa fuerza incendiaria si no hubiera sido cargada con la dinamita de la cuestión nacional. Anteriormente, la lucha de clases ya se puso de manifiesto como realidad, pero no tenía ni el filo ni el impulso necesarios para conquistar el poder. Sólo era un leve calor en las vigas de la estructura que quería derribar. Éste devino grande, convirtiéndose en un inmenso fuego, purificador de todo lo podrido, en el momento en el que tomó la responsabilidad de la causa nacional. También la revolución rusa fue una revolución nacional. La voluntad de lucha de clases del proletariado ruso tuvo su función política. Fue la moral del soldado, la que puso en movimiento a la clase trabajadora para tomar las riendas de un pais mal gobernado.

IV.

Es un hecho penoso el que los trabajadores alemanes con conciencia de clase, aparten la causa obrera de la causa nacional. Esto afecta tanto a socialdemócratas como a comunistas. Ellos se obstinan en su egoismo de clase, dogmáticamente centrado en si mismo y por lo tanto políticamente incapaz a nivel nacional y colectivo. Sus motivos, por si mismos, carecen del suficiente peso político como para gobernar a todo el pais. Con su actitud están eludiendo la responsabilidad de ser la necesaria herramienta que arregle la totalidad de los problemas del pais en estos dias, entre los cuales, la desigualdad de clases es sólo uno más; muy importante, pero no el único. La Socialdemocracia y el Partido Comunista son figuras sin vida, les falta la resolución de penetrar de pleno en la problemática alemana. El modo de entender la lucha de clases de los socialdemócratas, se convirtió en seguida en una frase vacía; ésta no intimidó en absoluto a los acomodados bugueses alemanes, más bien se sumó a ellos, y en seguida ha acabado convirtiéndose en un movimiento en manos de la burguesía, la política exterior francesa y su opresión de nuestro país. La lucha de clases desde la perspectiva del Partido Comunista, en cambio, se ha dispersado en una cacofonía sin sentido. Se esforzó por representar la revolución mundial, pero acabó siendo cautivo de los intereses de Rusia en suelo alemán (1).

El carácter burgués del Tratado de Versalles, su opresión sobre el pueblo alemán, es en la actualidad el desafío que la clase trabajadora debe tomar. Es necesario conquistar la emancipación como trabajadores, pero también como pueblo. Su voluntad de lucha de clase debe unirse a la voluntad de autodeterminación de Alemania. La socialdemocracia persiste ante este desafío en un llamativo mutismo. El comunismo alemán se ha sentido ocasionalmente inclinado a responder a este desafío, pero no han sido más que maniobras tácticas y superficiales. Ahora ya, hasta esos tanteos se han dejado de lado y ha vuelto de nuevo a cerrarse en su egoismo de clase. El que se esté imposibilitando la necesaria conexión entre la lucha de clases contra la opresión de la burguesía y la lucha por la autodeterminación de Alemania contra la opresión de las potencias occidentales, está favoreciendo a las fuerzas de la Reacción, y también al fascismo en su camino hacia el poder. La clase alta alemana, la burguesía, está pactando y colaborando con el enemigo extranjero, ella está pactando con Versalles del mismo modo que intentó pactar la clase alta rusa, la corrompida aristocracia feudal rusa, con Francia, Inglaterra, Japón y America en su momento. Ella está vendiendo el pais a las potencias occidentales, entregando sus riquezas a los Trusts interncacionales y endeudando al Estado, llevándolo hacia la catástrofe sólo en su propio beneficio, perjudicando al conjunto de la Nación. Su política es la política del prostituirse al mejor postor. Ella ha perdido cualquier autoridad moral para seguir donde está.

Pero no está habiendo nadie que tome la herramienta que salve a Alemania. Sólo mediante una lucha de clases alentada por el anhelo de libertad y soberanía de los alemanes puede salvar la situación actual. La lucha de clases por si sola se está demostrando del todo insuficiente, su aliento no basta para tomar una tamaña tarea histórica bajo su responsabilidad. (2)

Y así permanece esta tarea sin hacer.

Y así puede el orden burgues continuar desmantelando el sistema de protección social.

Esto es lo trágico de la situación alemana actual: el que la necesaria unión entre la causa del proletariado y la causa nacional no se esté realizando ni siquiera en sus aspectos más elementales.

La voluntad de lucha de clases, entendida así, más preocupada por su pureza que por su aplicación práctica, no liberará ni siquiera la capa social de la que se cuida.

La voluntad de lucha de clases como órgano político y contenido en la voluntad vital nacional es aquello que otorga la libertad a los pueblos.

Por Ernst Niekisch

Notas:

(1) Tählemann era el hombre de Estalin en Alemania, el cual tras una serie de movimientos dudosos tomó la dirección del KPD (Partido Comunista Alemán), tal era la dependencia de este partido de Rusia, que incluso las intrigas y divisiones entre trotskistas y estalinistas por la toma del poder en Moscú acababan repercutiendo en él. Tal y como también se vió a partir del primero de mayo de 1937 en la Guerra Civil Española, los partidos comunistas (de la Tercera Internacional) se convirtieron en agentes de una especie de imperialismo ruso de izquierdas y no de la revolución obrera a nivel mundial. La mayor parte del pueblo alemán no estaba dispuesto a votar una opción que significaba el convertirse en un satélite de rusia (como acabaría sucediendo después de la Segunda Guerra Mundial). Ése fue un obstáculo decisivo para el comunismo en Alemania y probablemente lo que le dio el triunfo al nacionalsocialismo. El problema alemán era obrero, pero también nacional – hablamos de un pais oprimido por las potencias occidentales, constantemente humillado (prohibición de Fuerzas Armadas propias, ocupacion del Ruhr, constantes exigencias económicas a un pueblo empobrecido, política exterior en manos de los vencedores de la Primera Guerra Mundial, etc.). La mayor parte del pueblo alemán exigía una revolución contra la clase burguesa vendida a los intereses extranjeros: Tanto por cuestiones de clase como nacionales. El partido comunista alemán no supo estar en el lugar necesario porque era más ruso que alemán. Finalmente, y para desgracia de Alemania y Europa, fue el nacionalsocialismo quien supo aunar la causa del proletariado y la causa nacional.

(2) Esta formula, la unión de la causa del proletariado con la causa de la autodeterminación nacional, es la que acabaría siendo adoptada por muchos paises del Tercer Mundo en su proceso de descolonización 30 años después. Al igual que ellos, Alemania se encontraba en este período de entreguerras bajo el control económico, y en gran parte también político, de las potencias occidentales.


viernes, 13 de mayo de 2016

El contrato de trabajo soviético



Insistiremos sobre todo en el hecho de la realización soviética del contrato de trabajo, que resulta ser realmente contradictorio en su misma esencia.

Por una parte, se afirma que los «trabajadores» son poseedores de toda la economía del Estado y de las empresas, es decir, que no puede haber lugar, en un Estado tal, para un «contrato de trabajo». Y, por otra parte, resulta que un contrato de trabajo es firmado por los «organismos sindicales» para cada profesión. No obstante, el sindicato, organismo del Estado, concluye un contrato con el mismo Estado. Para contratar, sin embargo, es necesario que haya por lo menos dos cuyos intereses sean diferentes o puedan serlo, ya que el mismo objetivo del contrato es enunciar y fijar los derechos y prerrogativas de cada uno de los contratantes.

Es difícil concebir a un jefe de empresa concluir con sí mismo un contrato de trabajo y, en caso de una empresa colectiva —tal es el caso, concretamente, de las empresas cooperativas— está establecido, a lo sumo, un contrato de asociación, un reglamento interior de reparto de los beneficios de la empresa, pero la noción misma de contrato de trabajo tiende a desaparecer.

En un Estado realmente socialista, es decir, un Estado en el que los obreros participarían realmente en la administración de la empresa, serían realmente llamados a recibir su parte de los beneficios de la explotación; en todo caso no habría más que un acuerdo de reparto de los beneficios netos y de las leyes y reglamentos previendo qué parte de la plusvalía debe destinarse a la amortización o a la modernización del material.

¿Qué encontramos, en lugar de esto, en el Estado soviético? Un contrato colectivo de trabajo concluido entre las organizaciones económicas del Estado, por una parte, y las organizaciones sindicales por otra. Se puede entender de dos maneras esta supervivencia del contrato colectivo.

En primer lugar, puede ser la admisión de la existencia de una antagonismo de clases en lo que, pomposamente, se llamaba «el Estado sin clases»; los sindicatos obreros tratando con la burocracia del Estado y oponiéndose a ella.

No obstante, el hecho de que el mismo sindicato haya llegado a ser un organismo de Estado disminuye la verosimilitud de esa interpretación. En 1933, el Comisariado del Pueblo para el Trabajo se fusionaba con la Unión Central de los Sindicatos de la U.R.S.S.. Los marxistas patentados os dirán, en voz baja, que es un «camuflaje democrático-liberal» de la dictadura proletaria al uso del mundo capitalista exterior. El mismo hecho de que los dirigentes del mundo capitalista no sean tan cándidos hasta el punto de no descubrir un artificio tan grosero anula este argumento.

El camuflaje —y es la única manera de comprender las cosas— tiene solamente un valor propagandístico al uso del pueblo ruso. Se trata de hacerle creer que puede todavía discutir democráticamente sus condiciones de vida y de trabajo y que está representado por sus sindicatos. Como los que podrían demostrarle lo contrario son sistemáticamente deportados o depurados, el argumento puede todavía aceptarse bastante a menudo. Pero esto demuestra, sin embargo, que existe una oposición de intereses entre el Estado y la clase obrera y que este antagonismo es reconocido por la clase en una proporción suficiente para desear agruparse y defenderse.

Para el obrero, la resistencia es tanto más desigual cuanto que el monopolio del trabajo y no solamente ese monopolio, sino el monopolio de todos los medios de existencia está en manos de la burocracia del Estado. En el régimen capitalista-liberal, el trabajador posee con toda seguridad, el derecho absoluto de abandonar su trabajo en los límites previstos por el contrato de trabajo, es decir, dando un preaviso que puede ir de una hora a un mes según los casos. Nosotros ya conocemos la imposibilidad, para el obrero soviético, de hacer lo mismo, ya que la ausencia «sin motivo» de una jornada de trabajo puede conllevar un encarcelamiento de dos semanas a seis meses. De todas maneras, igualmente, habiendo abandonado su trabajo, le es imposible encontrar pronto otro patrón, sino en la misma ciudad, por lo menos en una ciudad vecina. Sólo su más o menos elevada cualificación hará más o menos difícil su nuevo empleo.

Al ser la burocracia soviética el único patrón en todo el Estado, el asalariado que abandone su empleo deberá, en todos los casos, justificar los motivos que le inducen a cambiar. En tal caso, se le denegará otro empleo, y con ello, de acuerdo con la ley1 que castiga con la pena de cárcel a un director de empresa que vuelve a admitir a un trabajador que haya abandonado la empresa sin autorización.

Por otra parte, el precio del trabajo es necesariamente fijado por la burocracia anónima, sin discusión posible, ya que el sindicato, «representante de los trabajadores» es, él mismo, un organismo de un Estado «representante de los trabajadores». Éstos, no pudiéndose oponer a su Estado sin ser unos contrarrevolucionarios, no tienen más que aceptar, sin más, las decisiones adoptadas. Toda discusión u oposición es, por ello, imposible.

Así, la fijación de los precios del trabajo está de tal modo monopolizado que en ningún momento de la explotación capitalista los trabajadores pudieron sufrir una tal dictadura.

Por René Binet

Extraído por SDUI de: Socialismo nacional contra marxismo

miércoles, 11 de mayo de 2016

Drieu La Rochelle, radiografía de un caballero veleidoso



Mucho antes de comenzar la redacción de su diario, el gallardo Pierre Drieu La Rochelle ya era un fascista convencido en cuerpo y alma.
En alma, pues le había deprimido hasta el momento el curso hipócrita y sin rumbo de las luchas entre partidos políticos, los escándalos de corrupción, la apatía y el estancamiento social, la convicción de la ineficiencia de la democracia y del socialismo parlamentario. Sagaz desde sus artículos periodísticos, ya en marzo de 1934 Drieu La Rochelle escribía: “Hace falta un tercer partido que siendo social sepa también ser nacional, y que siendo nacional sepa también ser social”; a lo que luego agregaba: “Y ese tercer partido no debe predicar la concordia, debe imponerla. No debe yuxtaponer elementos tomados de la derecha y de la izquierda, sino imponerles a estas que se fusionen en su seno”.
Con este convencimiento totalitario publicará ese mismo año Socialismo fascista, al decir de Paul Nizan: “el libro más brutal y clarividente sobre el nacimiento ideológico del fascismo”, donde Drieu insiste en la necesidad de unificar las tendencias extremistas de izquierda y de derecha en un solo movimiento capaz de destruir el marasmo del sistema parlamentario y de detener el empuje de los grandes capitales en territorio francés.
Pero su vehemencia –¿su furibundia?– será también parte de un furor del cuerpo, un cuerpo de 1,85 metros, orgulloso de su origen normando, con aires aristocráticos a pesar de su herencia pequeño-burguesa; cuerpo de veterano de la guerra de 1914, testigo activo que resultó herido en la batalla de Charleroi mientras integraba el 5to Regimiento de Infantería, convencido de la guerra como único y fiel laboratorio para el heroísmo del hombre; luego cuerpo de dandi amante de tantas y tantas mujeres (entre ellas la célebre Victoria Ocampo), extasiado finalmente –hasta el momento que nos ocupa– por el trabajo armonioso que el nazismo ha llegado a emprender con la masa y por su exaltación del orden, la virtud del atleta y la fuerza.
Como parte de una delegación de intelectuales franceses invitada al Congreso del Partido Nacional-Socialista en 1935, Drieu escribirá a su amiga Beloukia desde Nüremberg: “Lo que he visto sobrepasa todo lo que esperaba. Es maravilloso y terrible. Me parece cada vez más cierto que de una manera o de otra el futuro no permanecerá tranquilo. En todo caso, es imposible que Francia continúe viviendo inmóvil junto a una Europa igual… El desfile de las tropas de élite todo en negro fue grandioso. No había visto cosa igual en cuanto a emoción artística desde los ballets rusos. Todo este pueblo está ebrio de música y de danza”. Más tarde, en carta a otro amigo en la misma época, podemos leer: “Hay una especie de voluptuosidad viril que flota por todas partes y que no es sexual sino muy embriagadora”.
Y como ratificación de una pulsión erótica del cuerpo hacia un fenómeno político fotogénico, grandilocuente y cautivador, hacia eso que se desprende de las revoluciones y de los estados totalitarios, sobre todo en sus momentos iniciales y fervorosos, estas líneas extraídas de un artículo del 13 de agosto de 1937 en L’Emancipation nationale, órgano oficial del Partido Popular Francés, en las que Drieu La Rochelle define el fascismo como “el movimiento que más franca y radicalmente se dirige en el sentido de la restauración del cuerpo –salud, dignidad, plenitud, heroísmo–, en el sentido de la defensa del hombre contra la gran ciudad y contra la máquina”.
Picado por la tarántula política, obsesivamente racista, antisemita hasta la médula, enemigo de los sindicalistas, los francmasones, los literatos, la izquierda y la derecha, comienza Drieu en septiembre de 1939 la escritura de un diario íntimo que concluirá justo dos días antes de su tercer y definitivo intento de suicidio, el 15 de marzo de 1945; eso, “el retrato de un degenerado y de un decadente, pensando la decadencia y la degenerancia”, como escribiría en octubre de 1939.
Entre estos títulos de nobleza que el escritor se atribuye quedan también las veleidades de un romántico a destiempo, la memoria de un seductor intenso y mundano, el paso de un novelista que colaboró con la Ocupación alemana y el testimonio afiebrado de un escritor para el que la política estaba más allá de un vano coloquio de café parisino: “vivo la aventura política”, como anotó en su cuaderno el 10 de mayo de 1940.
Con todo y su sabida colaboración –que en septiembre de 1941 llamará curiosamente “mi ligera intromisión en los asuntos políticos”–, Drieu será un colabo algo irreverente. El 6 de julio de 1940 el diario es testigo del telegrama que La Rochelle envía al nuevo gobierno instalado en Vichy donde hace público su deseo de participar. Siete días más tarde y tras la toma de poder del dueto Laval-Pétain, Drieu anota: “Autoritarismo sin autoridad pues no hay autoritarios, autocratismo sin autócrata, sin impulsión del macho”.
Se sabe que en septiembre de 1941 se le propone dirigir el aparato de vigilancia de la literatura, que el escritor no llega a aceptar, crítico ya de un gobierno que le parece conservador y reaccionario, más bien flojo, según el concepto de virilidad y energía propugnado por los fascistas franceses de 1936. Finalmente acepta llevar las riendas de La Nouvelle Revue Française, disuelta con la llegada de los alemanes pero inmediatamente retomada a iniciativa de Otto Abetz, embajador alemán en París, viejo amigo y responsable de la célebre Lista Otto, suerte de Index que marcaba las pautas de la estrategia editorial en el país y que por consiguiente, como en toda política cultural totalitaria, definía el who’s who en el vasto círculo de la intelligentsia francesa del momento.
Tras los pasos de Charles Maurras o como redactor de panfletos políticos a favor de la causa de Jacques Doriot –ese proletario, también veterano de la guerra del 14, excluido del Buró Político del Partido Comunista Francés al no haber acatado las órdenes de Moscú, y finalmente fundador del Partido Popular Francés, de corte fascista—, el diario deja ver en Drieu La Rochelle primero un nacionalismo acérrimo que en lo social deviene provincianismo, exaltación y culto del pays (que no es país moderno, sino tierra, terruño de sangre y de ancladas tradiciones: “Francia, esa entidad artificial, como todas las patrias –la única realidad es la provincia…”), y que en lo político le hace esperar antes de la debacle de 1940 un renacer del patriotismo francés que impida el avance alemán.
Pero con la derrota y la Ocupación nazi, la mirada política de Drieu La Rochelle se desfocaliza y, más allá de rencores hacia los suyos o de idealización del imaginario guerrero del soldado nazi recién llegado, su pensamiento político tenderá hacia más complejas inquietudes, hacia la necesidad de colocarle un rostro a su fe en el imperio, a su necesidad de una hegemonía que eche por tierra las tibiezas de una Europa decadente, y finalmente a la urgencia fálica de un líder, una cabeza pensante, firme y enérgica, total.
Este movimiento obsesivo de Drieu La Rochelle hacia lo político en todas sus esferas explicará más tarde su crítica a la estrategia militar e ideológica de Hitler: “Ninguna imaginación, ninguna creación, imposible salir del círculo mágico de la nación, del cascarón de la patria, de la esclerosis de la vieja diplomacia militarista e imperialista. (16 de febrero de 1943); o su convencimiento de haber sido fascista mucho antes de que fascismo y nazismo se convirtieran en titulares de periódicos; la idea de que Alemania no supo (o luego no quiso) aprovechar el potencial del viejo fascismo francés de 1936; su retrato de Mussolini, visto en el diario el 27 de julio de 1943 como un vulgar ministro demócrata que dimite…; o ya en julio de 1944 y presto al desastre alemán, esta confesión de homo politicusque se ha equivocado: “Mi error fue adjudicarle al hitlerismo y a Alemania virtudes que no tienen o que ya no tienen. No pudieron transformar su nacionalismo en europeísmo, ni su socialismo… en socialismo. Eterna historia del intelectual que coloca su sueño imposible sobre la cabeza de pobres tipos que viven del baño político. Me ha aplastado la banalidad de todo: los lugares comunes son más fuertes que yo” (12 de julio de 1944).
Aferrado a esa utópica necesidad de redención del alma y restauración del cuerpo espiritual del hombre, pero convencido de la inoperancia del juego democrático, este diarista que en más de una ocasión confiesa su deseo de morir como un soldado SS, que insiste y cree en la aristocracia del comportamiento, que si bien puede que desconozca la verdadera realidad de la política de exterminación nazi en Europa, no se detiene ni un instante a especular –al menos– sobre el destino final de las recogidas masivas de judíos en plenas calles de París o sobre la existencia de los campos franceses de Vittel o Drancy, sí quiere insistir, ya al final, incluso consciente de sus reprochables veleidades políticas, en su nuevo credo, su fe en otro imperio, esta vez el soviético, o mejor en su viejo convencimiento de hombre totalitario, paladín de la fuerza que cambia casacas, si no pública, al menos emocionalmente: de fascismo a comunismo, fiel a esa filiación jacobina tan cara a ambas doctrinas, a la que se había referido en un artículo rechazado en octubre de 1939 por la Revue de Paris.
Por lo demás, mi odio por la democracia me hace desear el triunfo del comunismo. A falta de fascismo y en contacto con los alemanes, he visto hasta qué punto el fascismo resultaba insuficiente tanto contra la democracia como contra el capitalismo –sólo el comunismo puede en realidad poner al Hombre al pie del muro y hacerle admitir nuevamente y como no lo había  admitido desde la Edad Media, el hecho de que tiene Amos.
2 de septiembre de 1943
Con el hundimiento del fascismo apego mis últimos pensamientos al comunismo. Deseo su triunfo, que no me parece cierto inmediatamente, pero probable a más o menos largo plazo. Deseo el triunfo del hombre totalitario sobre el mundo. El tiempo del hombre dividido ha pasado; regresa el tiempo del hombre reunificado. Harto de tanto polvo en el individuo, de ese polvo de individuos en la masa. Y luego, ha llegado para el hombre el momento de inclinarse, de obedecer… ante una voz más fuerte en él que todas las voces.
10 de junio de 1944.
Ahora podría entregarme también al comunismo, ya que en él está integrado lo que me gustaba del fascismo: orgullo físico, empuje de sangre común dentro del grupo, jerarquía viva, intercambio noble  entre los débiles y los fuertes (los débiles son aplastados en Rusia pero ellos mismos adoran el principio del aplastamiento). Es el triunfo de la monarquía, de la aristocracia en su principio vital…
29 de julio de 1944.
II
Bien temprano en su vida, apenas salido de la guerra, Drieu La Rochelle deja constancia en su novela Estado civil del peso de aquellas imágenes gloriosas que desde un álbum guardado con celo por la familia narraban las campañas napoleónicas:
Aquel caballero tan perfectamente temerario derribaba batallones enemigos, conquistaba ciudades, galopaba a través de Europa. Vencedor de pruebas viriles: del calor, del frío, del agua, del fuego, tras haber forzado hombres y seducido mujeres, regresaba a casa, engalanado de heridas y de decoraciones, venerado como uno de los dioses lares.
El 11 de agosto de 1944, día de su primer intento de suicidio y martilleado por la idea del castigo político, Drieu escribe en su diario: “Acabo de escuchar a soldados que cantaban en la calle. Alemanes o no, poco importa, eran hombres, guerreros que cantaban, que eran ellos mismos.
Como en su participación en la Primera Guerra Mundial y en sus lecturas, juegos y visiones infantiles, Drieu La Rochelle necesita de una épica, de participar de alguna manera en una epopeya que al sacudirlo lo extraiga de esa soledad atávica (“Con la soledad, mi otra gran pasión ha sido la melancolía”) y del sentido de la pequeñez que siempre termina dominándolo. Y esa será también una épica del cuerpo: un cuerpo que llega ya fatigado al diario, aunque henchido de remembranzas de escarceos amorosos, de visiones fotográficas (“Sigo pensando en todos los senos que tanto amé, tanto deseé, tan vanamente palpé. En mi imaginación esto se convierte en un motivo metafísico”. –20 de enero de 1940) y del dolor que  toda memoria trae.
Si la necesidad de estar junto al más fuerte ratifica en lo político su deslumbramiento postrero por el empuje del imperio soviético, ella misma justificará el prurito perfectivo, el afán por lo ideal que caracteriza al pensamiento veleidoso y poco digestivo de Drieu La Rochelle.
Estado civil (1921), su novela de antes de la treintena, ya resuma en disquisiciones sobre el cuerpo, relato de la agonística de un personaje –siempre Drieu, siempre en monólogo– retorcido ante un espejo que lo descubre débil, laxo, poco dado al empuje, ajeno al músculo. Poco distará entonces este libro –tan cercano a veces a El gran Maulnes de Fournier y aDemian de Hesse, en tanto texto de atmósfera iniciática– de los apuntes del diario que van de 1939 a 1945: la alternancia entre aguijoneos políticos, cavilaciones sobre la muerte voluntaria y confesiones de un cuerpo casi emasculado: “No sé cómo, pero sé que mi vida está perdida. La literatura francesa está acabada, como mismo toda la literatura en general en el mundo, todo arte, toda creación. (…) Por otra parte, mi vida individual ha acabado. Acabadas las mujeres, los placeres sensuales” (23 de noviembre de 1939).
En las antípodas de la heroicidad, Drieu ha devenido soldado castrado, veterano del cuerpo deprimido física y políticamente para el que la ruina de Europa irá a la par del naufragio de su virilidad. De ahí ese ojo austero, minucioso, que se detiene y regodea en la grieta, en el pliegue, en la ajadura, máxime cuando se trata del suyo o de algún otro cuerpo cercano que ya no puede retornar a la epopeya: “Su cuerpo ha envejecido. Tan fastuoso que era aún cuando lo conocí, comienza a demacrarse, a combarse un poco. Mantiene su hermosa impronta y esa especie de aura fascinante, más moral que física, que conservan aun tarde los cuerpos que han sido bellos, que tan generosamente alojaron el deseo y que todavía consumen en esa hospitalidad todo lo que les queda de riqueza” (27 de febrero de 1940).
No se podrían esperar de Drieu otras confesiones que estas en las que se trenzan la pasión política, la obsesión del cuerpo, y con ellas, entre tesis sobre ocultismo y especulaciones sobre el desembarco aliado, el insistente martilleo del suicida: “En una semana tendré cincuenta años. Por ciertas partes tengo setenta, por otras dieciséis. Mi cuerpo está roído a la mitad y a la mitad floreciente. Conservo una ingenuidad prodigiosa, interrumpida por ciencia y astucia. Mi corazón está muerto para la pasión y es más tierno” (26 de diciembre de 1942).
¿Acaso se detendrá Drieu La Rochelle en la taxonomía de aquellos viejos cuerpos poseídos tras sus dos experiencias fallidas de suicidio? Casi nada. Ha mermado la memoria o ya poco importa: “Cuán hermosa mi cama cubierta de sangre, mi lecho inundado por grandes flores salpicadas. Oh, presentimiento. Oh, primer paso hacia el umbral. ¿Regresará el deseo aún más fuerte?” Tras esta imagen nervaliana del 21 de octubre de 1944, posterior a su segundo intento de suicidio mediante cortadura de las venas de las muñecas, desaparecerán los cuerpos de mujeres del cuerpo del diario; Drieu dejará de pensar el suyo, o mejor, este aparecerá parapetado tras un sorprendente idioma inglés, como pretendiendo ocultarlo de la mirada ávida de los rastreadores de impiedades: “At fifty, the body becomes an impedimentum fort it is no more a real source of pleasure, but it keeps the memory of plasure: my seins”. (20 de enero de 1945). Luego vendrá “la muerte violenta” que ya había ponderado en Estado civil, “la delicia de una muerte consciente” que el diario no cesa de encomiar.
Si en diciembre de 1939 su novela Gilles vio la luz plagada de manchas blancas impuestas por la censura, si alguna mano cortó más tarde fragmentos del manuscrito de su diario o fue rayada con tinta alguna de sus líneas…, en nuestros días, a la hora de una edición integral de este texto íntimo, los editores de la poderosa Gallimard no han escatimado en advertencias sobre la imagen cáustica que se desprende de la totalidad del corpus fictivo y testimonial de Pierre Drieu La Rochelle, del tráfago de sus opiniones políticas, de la honestidad de las confesiones de su cuerpo entre viril y acabado, muerto al fin, pues como dejara escrito el 17 de octubre de 1944 “un muerto es un testigo peligroso, un rival terrible, un visitante inevitable”.
III
La ficción igual de trágica que es Drieu La Rochelle puede resumirse en pocas líneas: “¿Qué me sucederá si los alemanes son vencidos? ¿Podré subsistir hasta el momento en que el nuevo drama comunismo-democracia tenga lugar? ¿Debería suicidarme antes? ¿O me iría al exilio? Estamos en la época del primer siglo antes y del primer siglo después de Jesucristo, época de exilios, de proscripciones, de suicidios”. (7 de noviembre de 1942)
Con la creciente evidencia de la derrota alemana, Drieu retoma el tema de la muerte por sus propias manos. Al reiterado horror a la vejez y a su correspondiente concepto de altivez de la muerte joven –una muerte por y con las armas, preferentemente–, súmese ahora el deshonor de una existencia a escondidas y el bochorno que para Drieu La Rochelle implica el exilio. No hay escape si no es el del sentido de la responsabilidad, la ratificación de su moral del virtuoso, y con ellos la idea del suicidio como acto de libertad por excelencia.
A inicios de agosto de 1944, Drieu escribe cartas de despedida a su hermano Jean, a André Malraux (su partner del otro lado de la orilla política), a Victoria Ocampo y a otras mujeres cercanas. El día 11, mientras pasea, se encuentra con un amigo de años: “Y tú, ¿qué harás?” A lo que Drieu responde: “Me voy”. Al acto, preocupado porque su respuesta fuera leída en paralelo a la retirada alemana de París, el escritor remarca unos segundos más tarde: “Me voy, pero descuida, me voy limpiamente”. Esa noche ingerirá una dosis de Luminal, con la mala estrella de que su ama de llaves, que había olvidado su cartera, llegará al apartamento a primera hora del día siguiente, lo encontrará aún con vida y acudirá a los amigos para trasladarlo al hospital.
Se produce entonces un corte de dos meses en la secuencia lógica de su diario íntimo. Será el tiempo en que se empeñará en la escritura del más roussoniano de sus textos, Relato secreto, el testimonio de un atleta que va sobrepasando las vallas seductoras de la muerte voluntaria, convencido no obstante de que al final una de ellas terminarían por derribarlo. Tras rechazar sendas visas para Suiza y España, fruto de la gestión de sus amigos, en octubre Drieu se cortará las venas de los brazos en su propia cama de hospital. “Hay en Shakespeare, en los sonetos que releo y donde hallo una belleza hermana e igual a la de los poemas de Baudelaire, un sentido tan poderoso de la muerte que uno llega a pensar que él conocía y no tenía ninguna necesidad de iniciación para estar en la misma línea del más allá” (21 de octubre de 1944).
En lo sucesivo, curará sus heridas, permanecerá escondido durante un tiempo en París, hasta instalarse primero en Orgeval, luego en Chartrettes, en pleno campo francés, donde hallará cierto reposo y comenzará la escritura de su última novela, Memorias de Dirk Raspe, a partir de la vida de Vincent Van Gogh. No será hasta marzo de 1945 que el escritor regresará a la ciudad, al mismo apartamento de la rue Saint Ferdinand en el que había intentado quitarse la vida por primera vez.
Entretanto, Drieu La Rochelle ha seguido con atención la creación de una lista de escritores indeseables para los que la opinión pública exigía la prisión o la pena de muerte, además de la prohibición de sus escritos: Paul Morand, Louis-Ferdinand Céline, Charles Maurras… Céline ha huido de Francia, Georges Suarez es condenado a la pena capital, lo mismo que Robert Brasillach tras un polémico y mediatizado juicio. Otros han terminado en la cárcel. El 15 de marzo de 1945, al leer en la prensa que una orden de captura había sido lanzada contra su persona, Pierre Drieu la Rochelle ingiere una buena ración de Gardenal y abre la llave del gas. Sobre la mesa, una nota dirigida a su ama de llaves: “Gabriela, esta vez déjeme dormir”.

Por Gerardo Fernández Fe